21 DE ABRIL
SAN ANSELMO
ARZOBISPO Y DOCTOR (1033-1109)
DECIDIDAMENTE, quería hacerme monje. Pero ¿dónde? En Cluny, el rigorismo disciplinal haría inútiles mis estudios; en Bec, tampoco sería nada, a la sombra de Lanfranco…
Dios me habló al corazón:
— ¿Es acaso propio de un monje el querer ser antepuesto a los demás? ¿Te parece bien buscar la fama en el claustro? ... ¿No? ... Pues, entonces, entra allí donde el orgullo no pueda alzar la cabeza.
Fui a echarme a los pies de Lanfranco, y le dije: Tres caminos se abren ante mí: hacerme monje, retirarme al desierto o vivir en el siglo, consagrado a obras de caridad. Ya sólo espero vuestro sabio consejo.
Tanto Lanfranco como el Arzobispo de Ruán, se declararon abiertamente por la vida monástica. Por eso Bec es el lugar de mi retiro, y Dios, el objeto de mis pensamientos, mi dulzura, mi aliento, mi felicidad».
Así hablaba por él año 1060 San Anselmo, la lumbrera del siglo XI, «la Estrella de Inglaterra», en frase del Cardenal Baronio.
Tenía Anselmo veintisiete años cuan do entró en Bec; había nacido en la ciudad piamontesa de Aosta, y era hijo de Gondulfo y Ermenberga, señores del castillo de Clos-Chatel. Ermenberga era una verdadera matrona cristiana, que supo educar la inteligencia y el corazón de su hijo y hacer de él un entusiasta de la religión, un joven de alma pura, virtuoso y santo. Gondulfo —que moriría en un convento casi el reverso de la medalla. Por esta causa, al faltar el brazo dulce y moderativo de la madre, Anselmo, sediento de saber, buscó lejos de la casa paterna una escuela prestigiosa donde proseguir en paz sus estudios. De esta manera llegó a Normandía, atraído por la fama del maestro más sabio de Europa: su compatriota Lanfranco, prior del monasterio benedictino de Santa María de Bec, y «uno de los hijos más fieles de la Iglesia Romana». Allí —gimnasio de ciencia y de virtud—, la luz de la sabiduría se trocó para él en luz de gracia. El mismo año de 1060 emitió los votos religiosos, sueño dorado de su adolescencia. Al fin, había hallado su camino, y con él, la paz interior; esa paz cuyo secreto nos declara en estas palabras: «Si quieres ser feliz en el convento, olvídate del mundo y alégrate de que el mundo se olvide de ti». Tan hacedera encontraba la virtud, que podía exclamar: «Es más fácil ser santo que sabio».
Pero Dios desbarata sus planes de humildad. Lanfranco es promovido a la sede arzobispal de Cantórbery, y Anselmo ha de sucederle en el priorato y en el magisterio. Cinco años después, muere el abad Herculino, y su báculo viene a parar también a sus manos santificadas. Y como se niega a aceptarlo, el Arzobispo de Ruán le dice estas palabras, verdadera «profecía de Simeón»: «Confía, hijo; sé valiente, que a mayores cosas y a más duros trabajos te destina el Señor».
El nuevo Abad supo serlo con perfección de santo. La mansedumbre por norma de gobierno, dirección sabia, administración diligente, caridad y estudio, son sus notas características. Monje, prior o abad, los años pasados en Bec son extraordinariamente fecundos. Escribe y más escribe, hasta dar cima a una obra imperecedera, que nos lo revela notable escriturista, filósofo y teólogo de primera fila. Alguien le ha llamado el «segundo San Agustín». Sus composiciones —ungidas, eruditas, entusiastas, actuales aún— están impregnadas de hondo marianismo. Entre todas: De Veritate, Cur Deus Homo, Monologium y Proslogium. Refutando al racionalista Roscelino, sienta el fundamento de la Teología escolástica, con estas rotundas palabras: «No busco entender para creer, pero creo para entender. Pues quien no cree, no experimenta, y quien no experimenta, no entiende».
«No te empeñes en uncir un toro con un cordero, porque no podrán trillar» —dice Anselmo en cierta ocasión a Guillermo el Rojo, en tono profético—. En 1093 el enigma se esclarece: muere Lanfranco, y el Abad de Bec es sentado a la fuerza en la Sede primacial de Cantórbery. Lo ha comprendido todo: la profecía del Arzobispo de Ruán y su propia profecía. La cosa está clara: Guillermo II, déspota, altanero, ambicioso y simoníaco, es el «toro indómito»; el cordero es él mismo; él, con sus ensueños de paz...
La lucha es larga y terrible. A través de ella, Anselmo manifiesta un carácter templado y fuerte, como Atanasio, como Cirilo, como Juan Crisóstomo, como Hildebrando. A las veces, llega a sacrificar su proverbial mansedumbre — Dios sabe lo que le cuesta — en aras de la justicia; y si el consejo no basta, conmina y anatematiza. Con indomable energía defiende los derechos de la Iglesia frente a las intromisiones ambiciosas del Monarca y del antipapa Clemente III. Anselmo. está con Roma, con el legítimo Pastor, Urbano II. En una visita que le hace al palacio de Letrán, el Papa le alaba con graves y encarecidas palabras en presencia de los Cardenales, llamándole «héroe de doctrina y virtud, intrépido en las lides de la santa Fe». Esta postura digna y valiente le mereció dos destierros: uno en el reinado de Guillermo II y otro en el de Enrique I.
En 1105 volvió a su diócesis. Murió el 21 de abril de 1109. Cuatro años de paz temporal —ocaso y aurora— que fueron para él preludio de una paz eterna.