La sangre de
Jesús es toda nuestra esperanza y todo nuestro bien. Nunca se aleje nuestro
corazón de aquella fuente perenne que brota de las llagas del Costado de Jesús
Crucificado, nuestro amorosísimo Esposo. En ella encontrarán descanso nuestras pobres fatigas sufridas por
amor de Dios. Fijemos nuestra mirada en
el Crucifijo y elevemos a Él todos nuestros afectos; recordemos que Él nos ama ardientemente, por
lo que estamos seguras, que no nos dejará
perecer si le somos fieles. ¡Oh, qué honor
el nuestro!: servir a Dios, pensar siempre
en Dios, amar a Dios, padecer para dar gusto a Dios, en fin, vivir todas de Dios. Y esto se nos concede gracias a su infinita
bondad; permitirnos que nosotras, criaturas
miserables, seamos elevadas a la unión
con Él, más aún, es lo que se nos manda.
Ante estas consideraciones ¡cómo se siente animada nuestra alma! No se apartaría nunca de los pies de su Señor, para
escuchar su voz de suavísimo amor que la
invita a unirse cada vez más a Él; no se sacia nunca de bendecirle, amarle, alabarle y darle gracias de todo corazón. No desea nada
más que darle gusto. El gusto de su Señor
es toda su complacencia, y si lo consigue, se considera rica y con tanta consolación que no sabe cómo expresarlo. Ánimo y confianza en Dios, pues si nos falta
todo el resto, no importa, con tal que gocemos
de la gracia de nuestro Esposo Jesús Crucificado.
Oremos mucho
por la Iglesia y amemos mucho a Jesús Redentor que la ha fundado con su preciosa sangre. Confiemos en la
palabra santísima de Jesús que nos asegura
que atenderá nuestra oración. Nosotras
no buscamos nada más que su gloria y la
salud de las almas que le cuestan sangre; y por ello esperamos mucho, mientras ponemos toda nuestra confianza en los méritos
del divino Redentor que con tierno amor
mira a su Iglesia, y aunque ahora la flagele lo hace para purificarla, para
hacerla agradable ante su amorosa mirada. El fin de nuestro Señor Jesucristo es el de reunir a todos
los pueblos en su Iglesia, por lo que el flagelo se experimenta por toda
partes.
¡Qué
triunfo! ¡Qué triunfo! Oremos, oremos, oremos. Qué consolación ver a las esposas del Cordero
Divino, Adoratrices de la Preciosa Sangre, que con una sola voluntad, con una
sola alma, unidas en un solo corazón, hacen resonar por todo el Paraíso el
himno de agradecimiento a la infinita
bondad de Dios, mientras ofrecen la
sangre de su H ijo por la reconciliación del cielo con la tierra, la tierra con el cielo. La sangre de Jesús es toda nuestra esperanza y
todo nuestro bien. Sangre derramada con inmenso dolor y con inmenso amor por
nuestra salvación eterna. Llenémonos de
valor sin temer ni siquiera a la muerte,
para que en todo momento esta sangre sea
glorificada, bendecida y amada por todos. Busquemos la unión con Dios de nuestro
espíritu, donde encontraremos a la persona
de su santísimo Hijo que con infinito amor se nos ha entregado, vestido de carne humana, recubierto de llagas y de sangre, invitándonos a contemplarlo con la mirada fija, para que nuestro corazón corresponda
a las finuras de su delicado amor. Jesús
nos ama sin ningún mérito nuestro; amémoslo mucho nosotras porque es digno de ser amado. Amémoslo también por el
gran don de la Redención y por la sangre
que ha querido derramar por nuestro amor. Nuestro único pensamiento sea hacer que todos conozcan, en cuanto nos sea posible, el amor Crucificado Jesús, cubierto
de sangre y de llagas por nuestra salvación.
No se
desaliente. Mucho ánimo y confianza en Dios bendito. Mucha oración. Jesús murió por nuestro amor, los méritos de
sus padecimientos son nuestros. No tema,
hija. Una mirada amorosa a Jesús Crucificado
y anímese a fatigar por la escuela, por
la salvación de las almas y por la gloria de su preciosa sangre. Le recomiendo
que haga mucho silencio y mucha oración.
Para entrar
en el Paraíso tenemos que pasar por
muchas tribulaciones. Confiemos mucho en
la sangre preciosa de Jesús. Pi damos a Dios que nos dé a conocer la preciosidad del sufrimiento. Un alma que ama a Jesucristo ama el sufrimiento, y siempre le parece no sufrir lo suficiente por
quien tanto ha padecido y muerto crucificado por nuestro amor.
Santa María De Mattias, virgen