sábado, 1 de noviembre de 2025

2 DE NOVIEMBRE.- LOS FIELES DIFUNTOS

 


02 DE NOVIEMBRE

LOS FIELES DIFUNTOS

TAN unidas están en el sentir cristiano la conmemoración de Todos los Santos y la de los Fieles Difuntos, que el pueblo casi las identifica, englobándolas bajo este denominador común: Santos y Ánimas.

De los atrios encantados y maravillosos de la Gloria, nuestra Santa Madre la Iglesia nos hace bajar con el pensamiento a los valles abrasados del Purgatorio. La Liturgia sagrada, siempre aleccionadora y operante, eleva hoy sus preces por aquellos miembros del cuerpo místico, que, por modos miris et veris, penan entre tormentos indecibles; y trae a nuestras almas el eco de su lamento desgarrador: «Vuelve hacia mí tu vista, y ten compasión de mí, porque estoy solo y pobre». ¡Día de los Difuntos!

En la antigüedad clásica existían ya las fiestas generales en honor de los muertos —parentalia— y los días de las rosas y de las violetas —rosalia, dies violationis— en los que la parentela se reunía cabe el sepulcro del ser querido. Los cristianos de los primeros siglos celebraban también religiosamente el aniversario de la muerte o dies natalis. Tertuliano lo testimonia: Oblationes pro defunctis, pro natalíciis, ánnua fácimus. Hace ya más de un milenio que la Iglesia dedicó el dos de noviembre a la pía memoria de sus muertos. La idea salió de Cluny. San Odilón —su Abbas abbatum— en 998, se compromete con sus monjes a celebrar anualmente un día de oración por los difuntos. En el Statutum S. Odilonis se prescribe el toque fúnebre de campanas, el rezo de diversas preces y la celebración de la misa pro réquie ómnium defunctorum. Tales prácticas trascienden pronto a la Iglesia entera, hasta convertir la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos en día de verdadera «cruzada universal». Y es que en lo más profundo de la conciencia humana está arraigada la creencia en ese lugar misterioso e intermedio, regido por la «ley de expiación», en el que las almas se purifican del reato de sus culpas. Los hebreos vislumbraron la existencia del Limbo o Sheol. Y en La República de Platón se leen estas admirables palabras: «Aquellos a quienes los dioses y los hombres castigan a fin de que saquen provecho del castigo, son los desgraciados culpables de pecados que se pueden curar. El dolor es para ellos un bien real, pues sólo por él pueden librarse de la injusticia». Para José de Maistre, la creencia en el Purgatorio es «el dogma del sentido común». Para el católico es una verdad de fe de las más consoladoras: todo aquel que muere en gracia de Dios sin haber hecho en la tierra condigna penitencia, ha de pasar por este noviciado expiatorio y purificador, antes de llegar a la visión beatífica. «En verdad os digo: no saldréis de allí hasta que paguéis el último cuadrante». Es una ley dura y amable al mismo tiempo. Santa Francisca Romana vio en la puerta del Purgatorio esta inscripción: «Aquí está la mansión de la esperanza». También es la mansión del dolor. De un dolor terrible y deseado, amoroso y redentor, que acelera la unión con Dios. Según sentencia común de los teólogos, se padecen allí dos clases de penas: la pena de sentido, que es un fuego real, parecido al del infierno, que obra misteriosamente sobre las almas, y cuya naturaleza desconocemos; y la pena de daño, que consiste en la privación de la presencia de Dios, hacia el cual el alma se siente irresistiblemente atraída y poderosamente rechazada, en violenta e incomprensible dislocación. Tiene hambre y sed de Dios, pero se ve manchada y no osa acercarse a Él. Por eso ama el martirio purificador. ¡Qué paradoja más divina y misteriosa! «i Oh Dios. —exclama Bossuet—. Grande artificio de vuestra mano poderosa y de vuestra profunda sabiduría es encontrar estos extremos de dolor donde existe vuestra paz y la certidumbre de poseeros».

Pero aún hay otra verdad estupenda. Con nuestras plegarias y penitencias, y sobre todo con la Santa Misa, podemos adelantar la hora de la redención a esos hermanos nuestros que en el Purgatorio padecen la «pura satisfacción» — satispassio—, sin más mérito o gloria. «Santo y saludable pensamiento es rogar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados» —se dice en el Libro de los Macabeos—. Es maravilloso. Dios ha puesto su suerte en nuestras manos, en virtud de la «comunión de los santos». Los paganos tejen coronas en honor de sus muertos; «el cristiano — dice San Ambrosio — tiene mejores obsequios; cubrid de flores, si queréis, los mausoleos, pero envolvedlos en el perfume de la plegaria». Esta es la idea fundamental que inspira el dulce, bello y confortante Oficio de Difuntos. «Qui Lázarum resuscitasti... Tu eis, Dómine, dona réquiem». «Lux æterna lúceat eis». «Réquiem æternam dona eis, Dómine»...

¡Qué magníficas son las esperanzas cristianas! «et in carne mea videbo Deum». La fe alegra la muerte, porque nos levanta los ojos por encima de las estrellas. La muerte no es un punto final, sino el principio de la vida, de la inmortalidad. En este tono nos hablan el Evangelio, las epístolas paulinas y el prefacio. Naceremos a la luz y a la paz, para estar siempre «junto al Gran Rey de los que viven». Hay, sí, acentos tremebundos en el Oficio de Difuntos, pero sólo a modo de clarinazo de atención. Lo demás es risueño y pacificante. El cristiano no puede mirar a la muerte «como los que no tienen esperanza...».