14 DE OCTUBRE
SAN CALIXTO
PAPA Y MÁRTIR (+222)
NO hay en la historia de la humanidad una dinastía tan gloriosa y limpia como la del Papado, ni una institución que presente hombres de tan alto prestigio y reconocida virtud. Uno de los más fuertes y brillantes eslabones de esta cadena milenaria es San Calixto I, célebre por haber creado y amplificado —en la Vía Appia— el cementerio catacumbas del cual fue epónimo.
La biografía de este Pontífice aparece bastante confusa. Desde el hallazgo del escrito Philosophoúmena, en 1844, —del cual es probable autor Hipólito de Roma, gran adversario del Papa juntamente con Tertuliano— la figura luminosa de Calixto se ha oscurecido en las altas esferas de la crítica. Pero todos sin excepción reconocen en el citado documento la obra apasionada y denigrante de un enemigo roído de envidia. A la Iglesia, para rechazar de plano las imputaciones calumniosas que contiene, le basta el testimonio, autorizado y fidedigno, del Liber Pontificalis, que coloca al Santo entre los hombres más esclarecidos que se sentaron en la Cátedra de San Pedro.
Hay que reconocer, sin embargo, que no todo en el Philosophoúmena es fábula, y que, como obra de un contemporáneo, resulta siempre interesante, siquiera en el aspecto estrictamente anecdótico y cronográfico. Nos suministra, en efecto, algunos datos desconocidos hasta su aparición acerca de la enigmática y accidentada juventud de esta lumbrera de la Iglesia. Según él, Calixto fue esclavo de Carpóforo, alto funcionario del palacio del César y cristiano clandestino. Su honradez, fidelidad y talento para los negocios, le llevaron a la presidencia de una banca que su amo tenía en el barrio de la Piscina, junto a las futuras termas de Caracalla. Esto no lo dice Hipólito, aunque sí recalca con mal disimulada complacencia, que el esclavo malversó el dinero. Parece ser que fue víctima inocente de las trápalas y estafas de los comerciantes judíos. Carpóforo lo destinó primero al pistrino, y luego lo encerró en un calabozo. Al fin, lo puso en libertad esperando que recobraría sus intereses. pero los judíos, con quienes tenía frecuentes contiendas, le denunciaron como cristiano, y fue enviado a las minas de Cerdeña. Tampoco debió de estar aquí mucho tiempo, pues, al parecer, Marcia, favorita del Emperador, «queriendo hacer una obra buena», libertó a cierto número de cristianos, y Calixto pudo incluir su nombre en la lista de los agraciados. Como a confesor de la fe, el papa Víctor le señaló una pensión. Entonces se retiró de la vida pública, pasando diez años en Anzio, totalmente dedicado al estudio y a la meditación, y demostrando poseer un espíritu de paz muy ajeno al de sus perseguidores. Así, duro y aleccionador, fue el noviciado del hombre llamado a ocupar un día la Sede Apostólica, cuya semblanza bosqueja Hipólito con rasgos tan sombríos.
La grandeza de carácter es fascinadora. El papa San Ceferino siente la atracción de aquel desconocido de relevantes prendas y lo pone en el camino del triunfo. Lo llama, lo hace su arcediano y secretario personal, le encomienda la dirección del clero y le confía la administración y defensa de las propiedades eclesiásticas. i Ahora sí que el viejo financiero diligencia méritos, a trueque de beneficios y caridades! Su influencia adquiere gran radio de acción. En el mismo terreno dogmático y doctrinal llega a ser decisiva en medio de las luchas trinitarias y cristológicas. La escuela de Práxeas exagera la unidad de Dios, negando la distinción real de personas; la de Teodato acentúa demasiado la trinidad. Frente a ellas, Calixto — siempre con el Papa mantiene una posición clara y valiente de pensamiento y de conducta. Mientras los dogmatizadores pierden el tiempo y enconan los ánimos con sus sutilezas, él asienta su fe sobre la base de dos verdades tradicionales incontrovertibles hasta entonces: «No conozco más que a un solo Dios, Jesucristo, y fuera de Él ningún otro que haya muerto o sufrido». Y añade: «No es el Padre el que murió, sino el Hijo». Dos verdades elementales, pero fundamentales.
Esta actitud no podía agradar a los especuladores de la fe. Unos la tuvieron por perogrullesca y se rieron de su «candor». Otros —entre ellos, Tertuliano e Hipólito— le declararon la guerra desde un plano abiertamente herético, llegando a motejarle de «funámbulo de la fe y de la pureza». Las diatribas se hacen más amargas y violentas al subir Calixto a la Cátedra de Pedro —217— por muerte de San Ceferino. El nuevo Papa, hombre de espíritu sereno y tolerante —no «acomodaticio»—, responde a las intemperancias y sarcasmos con ponderada discreción y firmeza. No malgasta el tiempo en discusiones, sino que dirige su actividad hacia actos positivos que sobrenadarán por encima del maremagno de las escuelas. Condena la monarquía sabeliana, convierte al cónsul Palmacio y al senador Simpliciano, promete la absolución canónica a todo pecador que haga penitencia, instituye el ayuno de las cuatro témporas, erige la primitiva iglesia de Santa Maria in Trastévere y el cementerio que lleva su nombre. Se le atribuyen dos decretales.
Por si le faltaba algo, Calixto, antes de rendir cuentas al único que podía exigírselas, puso sobre sus obras la indulgencia plenaria del martirio, siendo arrojado a un pozo por los paganos, como promotor del auge de la Iglesia.
El cielo y la tierra lo colocaron sobre el pináculo de la gloria.