10 DE OCTUBRE
SAN FRANCISCO DE BORJA
JESUITA (1510-1572)
NO es un pretexto literario. A cualquiera se le alcanza la dificultad de presentar aquí un esbozo siquiera de esta gran cumbre de santidad que es Francisco de Borja, cuarto Duque de Gandía, Marqués de Lombay, Virrey de Cataluña, tercer General de la Compañía de Jesús, Noble santo del primer Imperio... Pergeñaremos con amor, si no con maestría, el sistema de su vida densa, desbordada, cálida de emociones humanas, toda llena de tragedias familiares y esplendores cortesanos.
En su pecho florece la sangre de la gran estirpe borjiana. La sangre de Alejandro VI, de Fernando el Católico, de César y Lucrecia. Sangre no muy limpia, que él viene a santificar...
Nace en Gandía en los albores de aquel Siglo de Oro tan fecundo en prodigios de santidad. Doña Juana de Aragón, con las mieles de su amor maternal, vierte en el ánfora intacta de su corazón recio aroma de virtudes cristianas. Demasiado recio para el gusto de su padre, don Juan de Borja, que abunda en otras ideas sobre la educación de un primogénito noble. «Para ti, Francisco, hay armas y caballos, no estampas y sermones. Yo he pedido a Dios un duque y no un fraile. Sé piadoso, pero quédate caballero».
¡Francisco tenía alma para ser ambas cosas cumplidamente!
Huérfano de madre a los diez años de edad, la mano providente de su tío, don Jüan de Aragón, arzobispo de Zaragoza, encauza por el estudio y la piedad los grandes recursos de su espíritu. Educación tierna y solícita, pero austera, casi castrense. Estudia lenguas clásicas y modernas, filosofía y música, y se adiestra en la equitación y en el manejo de las armas. Cuando en 1528 sale para la Corte castellana, lleva ya en sí mismo la clave del éxito: conducta airosa, piedad ungida y recia, ojos puros, maestría en el arte de negarse y de no suscitar envidias, cultura, destreza, gallardía, atracción, elegancia... Pronto queda dueño del campo: ídolo de las damas, confidente del Emperador, predilecto de la Emperatriz, que le da por esposa a su menina predilecta, doña Leonor de Castro, y, con ella, el Marquesado de Lombay y los cargos de más alta privanza. En plena floración primaveral — ¡a los veinte años!, Francisco ha escalado el apogeo palaciego y el olimpo de la gloria y de la felicidad humana...
Acostumbrado desde la adolescencia a domeñar los bajos instintos y a echar mano de los medios más eficaces — sin descartar los puntiagudos cilicios—, es ahora el esposo tierno, el padre vigilante, el consejero fiel, remansada la fogosidad de su carácter, genuinamente borjiano, en la placidez de un venturoso hogar, en la caza y en la música, sus dos mayores aficiones, «escabeles para acercarse a Dios». Es un santo de cuerpo entero, que frecuenta los sacramentos, asiste a los sermones, lee los Libros Santos y perfuma de recio espíritu cristiano el frío ambiente aristocrático en que vive. Tal es la confianza que en el joven Marqués de Lombay tiene Carlos V, que en sus largas ausencias lo deja como guarda de su bellísima esposa Isabel. A la infortunada campaña de Provenza también él sigue al César, y puede recoger el último aliento de su amigo, el gran poeta Garcilaso.
Año 1539. Año crucial. Muere en Toledo la Emperatriz, disponiendo que sea Francisco, su caballerizo, quien conduzca sus despojos a Granada. Allí, en la cripta real, ante el rostro putrefacto de su Reina, fue donde sintió aquél tremendo desengaño del mundo tan maravillosamente trasladado al lienzo por Carbonero, y formuló, sin dramatismos, pero grande y categórico, el propósito de «no servir más a señor que se me pueda morir». Se comunicó con el Maestro Ávila. Las palabras del Beato cayeron como luz bendita sobre su alma estremecida. Y la idea de entregarse a Dios, que ya le inquietaba, se hizo ob' sesión divina en un anhelar punzante...
Desde este momento su marcha ascensional se precipita magnánimamente. El mismo año de 1539 es nombrado Virrey de Cataluña. Y en 1543 —ya Duque de Gandía— mayordomo mayor de la Princesa de Portugal. Pero él prefiere «desterrarse» a su palacio levantino, en el que —en 1546— ofrenda a Dios la vida de la Duquesa, con dolor sangrante, con soberana conformidad. Libre para realizar el acto más heroico de su vida —la renuncia a todos sus honores y dignidades—, escribe a San Ignacio de Loyola, el cual lo admite en la Compañía de Jesús, le manda doctorarse en Teología —en la Universidad gandiense, por él mismo fundada—, y le obtiene de Paulo III licencia para vivir aparentemente como seglar, mientras casa a sus hijos. «Por el momento el mundo no tiene orejas para oír tal estampido».
Vida de humildades y austeridades —émula de la de Ignacio— en Santa Maria della Strada. Abdicación. Fundación del Colegio Romano. Ordenación sacerdotal — 1551— Renuncia al capelo. Apostolado en España y Portugal, y en sendas Cortes. Entrevista con Santa Teresa. Asistencia a la muerte de Carlos V y de doña Juana la Loca. Prepósito General. ¡Etapas de una carrera llena de oscuros heroísmos!
La última fue la más admirable. Pío V lo envió a España para negociar la Liga Santa. Estaba enfermo, pero aceptó. Volvió a Roma herido de muerte. El 30 de septiembre de 1572 —mártir de la obediencia, como su amigo Fabro— entregaba su alma al Rey que no muere el humildísimo Francisco de Borja, el Duque santo del primer Imperio, gloria y Patrono de la nobleza española.