SÓLO PODEMOS FAVORECER A LOS DIFUNTOS SI OFRECEMOS POR ELLOS EL SACRIFICIO DEL ALTAR, LA PLEGARIA O LA LIMOSNA. San Agustín
Lecciones del II Nocturno de Maitines
Del Libro de San Agustín, Obispo, sobre los deberes para con los difuntos.
Cap. 2 y 3
El cuidado del entierro, los honores de la sepultura y la pompa de los funerales, más que auxilios para los difuntos son consuelo de los vivos. No hay, sin embargo, que desdeñar los cuerpos de los difuntos, en especial los de los justos y fieles, que sirvieron como de instrumentos y vasos al alma para las buenas obras. Si los vestidos y el anillo de un padre, u otro recuerdo de esta clase, es tanto más apreciado de los hijos cuanto mayor fue su amor a sus progenitores, no hay que despreciar, en modo alguno, aquellos cuerpos que llevamos más estrechamente unidos a nosotros que cualquier vestido. Porque nuestros cuerpos no son para nosotros un simple adorno exterior puesto a nuestra disposición, sino que forman parte de la naturaleza humana. Esto explica la solícita piedad con que se atendía a las exequias de los antiguos justos, celebrando sus funerales y proveyendo a su sepultura; como también las recomendaciones que ellos, en vida, hacían a sus hijos, relativas a la inhumación, y a la traslación de sus cuerpos.
Cuando el cariño de los fieles hacia sus difuntos se manifiesta en recuerdos y oraciones, es indudable que de ello se aprovechan las almas de los que durante su vida temporal merecieron beneficiarse de tales sufragios. Con todo, ni siquiera en los casos en que resulte imposible sepultar algún cuerpo o hacerlo en tierra sagrada, hay que omitir el orar por las almas de los difuntos. Esto ha tenido en cuenta la Iglesia al dedicar a todos los cristianos muertos en la comunión de la sociedad católica, sin mencionar sus nombres, una conmemoración general, en la que aquellas almas a quienes falten las oraciones de los padres, hijos, parientes o amigos, reciban el auxilio de una tan piadosa madre común. Sin estas oraciones, inspiradas en la fe y la piedad hacia los difuntos, creo de que nada serviría a sus almas el que sus cuerpos privados de vida fuesen depositados en un lugar santo.
Siendo así creamos que sólo podemos favorecer a los difuntos por quienes nos interesamos, si ofrecemos por ellos el sacrificio del altar, la plegaria o la limosna. Verdad es que estas súplicas no aprovechan a todos por quienes se ofrecen, sino sólo a los que en vida merecieron se les aplicaran; pero como desconocemos quiénes son éstos, conviene ofrecerlas por todos los cristianos, para no exponernos a pasar por alto a ninguno de aquellos a quienes tales beneficios pueden y deben alcanzar; es preferible que resulten superfluos para ciertos difuntos a quienes no dañan ni aprovechan, a que falten a quienes aprovecharían. Todos nos esmeramos en ofrecer estos sufragios por nuestros parientes y amigos, a fin de que los nuestros hagan por nosotros otro tanto. En cuanto a lo que se gasta en la inhumación del cadáver, no influye en la salvación del difunto, pero constituye un testimonio de afecto o de respeto, nacido del sentimiento que nos veda odiar a nuestra propia carne. Conviene, pues, que haya quien cuide, en la medida de sus posibilidades, del cuerpo del prójimo, cuando lo ha abandonado aquél que de él cuidaba. Y si así proceden los que no creen en la resurrección, con mayor motivo deben hacerlo los fieles, aunque sólo sea para manifestar, cumpliendo los ultimos deberes con un cuerpo destinado a la resurrección y a la vida eterna, su fe en esta creencia.