SEXTO DOMINGO
Se consagra a honrar los dolores y gozos de san José
a su vuelta de Egipto.
PARA COMENZAR TODOS LOS DOMINGOS:
Ejercicio de los siete domingos de san José.
Por la señal de la santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Poniéndonos en presencia de Dios, pidiendo el auxilio de la Virgen María y del Ángel Custodio, recita esta oración al Glorioso San José:
Oración a san José
Santísimo patriarca san José, padre adoptivo de Jesús, virginal esposo de María, patrón de la Iglesia universal, jefe de la Sagrada Familia, provisor de la gran familia cristiana, tesorero y dispensador de las gracias del Rey de la gloria, el más amado y amante de Dios y de los hombres; a vos elijo desde hoy por mi verdadero padre y señor, en todo peligro y necesidad, a imitación de vuestra querida hija y apasionada devota santa Teresa de Jesús. Descubrid a mi alma todos los encantos y perfecciones de vuestro paternal corazón: mostradme todas sus amarguras para compadeceros, su santidad para imitaros, su amor para corresponderos agradecido. Enseñadme oración, vos que sois maestro de tan soberana virtud, y alcanzadme de Jesús y María, que no saben negaros cosa alguna, la gracia de vivir y morir santamente como vos, y la que os pido particularmente en este ejercicio, a mayor gloria de Dios y bien de mi alma. Amén.
MEDITACIÓN
Composición de lugar. Contempla a María y a José regresando con Jesús de Egipto a Jerusalén, su patria, llenos de gozo.
Petición. ¡Oh hermoso cielo! Desterrado de mi patria, ¿cuándo te poseeré con Jesús, María y José?
Punto primero. Siete años, por lo menos, estuvieron Jesús, María y José en Egipto, en la ciudad de Hierópolis, donde había una sinagoga y muchos de sus hermanos judíos, amados y respetados de aquel pueblo idólatra, por la dulzura y afabilidad de su trato, aprovechando todas las ocasiones para extender el reinado del conocimiento y amor de su hijo Jesús entre aquellas gentes que hospitalidad le dieron. San José trabajaba de carpintero, la Virgen hilaba, cosía o tejía todo el tiempo que le dejaban libre sus faenas domésticas, y así ganaban honrosamente el pan con el sudor de su rostro… Allí permanecieron en paz, resignados y contentos, conformados con la voluntad de Dios, esperando el aviso del ángel para volver a Israel. La obediencia les había forzado a dejar su patria, y solo la obediencia podrá obligarles a volver a ella. Porque el ángel dijo a san José: Permanece en Egipto hasta nuevo aviso. Y el Señor, fiel a su promesa, envía de nuevo a su ángel y dice en sueños a san José: Levántate, toma al Niño y a su Madre, y vuelve a la tierra de Israel, porque murieron ya los que le buscaban para matarle. Y José, sin excusarse, sin replicar, toma al Niño y a la Madre con la misma prontitud para volverse a su patria que para alejarse de ella. Con grande gozo proseguían su camino dirigiéndose a Jerusalén para dar gracias al Señor en su templo; mas se enturbió este gozo con la nueva de que reinaba en Judea Arquelao, no menos cruel y sanguinario que su padre Herodes el Grande. Había hecho matar a tres mil ciudadanos de los más ilustres para asegurar su reino. ¿Qué no hubiese hecho al saber que estaba entre ellos el Rey de Israel? Dolor acerbísimo fue este para el corazón del Santo, y no quiso exponer la vida de su hijo Jesús a una nueva persecución. Encomendó a Dios el negocio, y el ángel otra vez en sueños le dijo que pasara a Galilea, donde viviría seguro, y habitase en Nazaret. Así favorece, devoto josefino, el Señor a sus fieles servidores, consolándolos en sus penas, ilustrándoles en sus dudas, guiándolos en todos sus pasos, porque escrito está: “El Señor hará la voluntad de los que le temen y oirá sus deprecaciones” ¿Temes a Dios? Pues puedes descansar con seguridad bajo su protección y morar en la abundancia de la paz.
Punto segundo. Ya está san José con su esposa María y con el Niño crecidito en su casa bendita de Nazaret. ¡Qué gozo! Ya van sus parientes y amigos a visitarlos y a darles la enhorabuena por su venida. ¡Qué consuelo!... Oye cómo les cuentan María y José los trabajos y auxilio del Señor en estos pasos. Resuena aún en sus oídos el cántico de sus padres: In exitu Israel de Aegypto, domus Jacob de populo barbaro. Ya viven sin zozobra ni sobresaltos, y habitan en paz los desterrados aquella casa donde se encarnó el Verbo y que fue visitada por el ángel. ¡Oh, cómo besarían aquella tierra santa, aquellas paredes, y prosternados en el suelo darían alabanzas y gracias a Dios porque les visitó y volvió a su patria! ¡Mira a María y José gozando del trato familiar de su hijito Jesús! Todos admiraban la belleza, sabiduría y gracia del Niño, azucena divina, flor de Jesé que brotó en el matrimonio de María y José. Siempre fue dulcísimo y amorosísimo el trato de Jesús, pero nunca como en la niñez. Sus gracias infantiles formaban las delicias de María y José, que amaban y admiraban y honraban en Él, no solo a su hijo, sino juntamente a su Dios. Allí gozaban a solas viéndole crecer y dar muestras cada día más preclaras de su sabiduría y de su gracia, siendo envidiados de todos los vecinos por tal prenda, tan tesoro y tal hijo… María y José, a la sombra del Amado de su alma, descansaban en paz creciendo en santidad y méritos, cumpliendo exactamente todos sus deberes… Su vida era distribuida entre la oración, el trabajo y el cumplimiento de sus deberes. San José hacía mesas, puertas, arados, etc., el Niño Jesús le ayudaba según sus fuerzas, y María hilaba, cosía y tejía y hacía los quehaceres de la casa… Aquí recibieron la visita de la madre de san Juan Evangelista, trayendo entonces a su hijo que era gallardo niño de cinco años y pariente según la carne muy cercano de Cristo, y aquí principió aquella afición y cariño, por la que le llamó después a san Juan el discípulo amado. ¡Oh casita de Nazaret, antesala del cielo, pedazo del paraíso en la tierra! yo quiero morar en ti lo más que pudiere, aprendiendo lecciones de todas las virtudes de Jesús, María y José.
EJEMPLO: Vergüenza vencida por intercesión de san José
El siguiente caso infundirá valor a las almas débiles, que, después de haber tenido la infidelidad de caer en culpa grave, dominadas por la vergüenza de confesarla, huyen del único remedio para su eterna vida, que es una buena y contrita confesión. Acudan estos infelices al amparo de san José, y en su protección hallarán fuerzas para vencer esa cobarde timidez y rubor pernicioso. Esta gracia recibió un pecador vergonzante, de la bondad del Santo patriarca, según la refiere el mismo favorecido al P. Barry, en tiempo que este escribía la vida de san José.
Habiendo dicha persona tenido la desgracia de cometer un enorme sacrilegio, violado un voto con que estaba ligado al Altísimo, no supo, o mejor, no quiso vencer la maldita vergüenza de confesarlo, para salir del precipicio en que se había metido.
Por ella permaneció algún tiempo enemistada con Dios, siempre destrozada por los remordimientos de conciencia, agitada de continuo por fundados temores de perderse, consecuencia inevitable de la culpa. Bien sabía ella que para el que ha infringido gravemente la ley de Dios no hay medio: o confesión o condenación; que no podía sanar sin querer eficazmente descubrir su llaga al médico espiritual; que no podía apagar el dolor y los torcedores de su alma sin arrancar la espina que le hería; pero la cobardía la alejaba de la piscina de salud, y la vergüenza cerraba tristemente sus labios. ¿Qué hacer en lance tan apurado?
Por la divina misericordia se le ocurrió llamar a san José al socorro de su miserable debilidad, e invocarlo contra las repugnancias que le atormentaban y le impedían triunfar de sí misma. Con esta mira resolvió obsequiar al Santo, consagrando nueve días continuos al rezo del himno y oración propios del ayo del Salvador.
Dios bendijo sus buenos deseos, pues terminado el novenario se sintió el sacrilegio completamente trocado y revestido de tal fuerza y valor que, sobreponiéndose a sus locas y temerarias repugnancias, fue a arrojarse a los pies de un confesor, al cual sin dudas, ambages ni reserva, manifestó lo más íntimo de su atribulada conciencia. Con esto respiró su alma; y desde este feliz momento reverenció a san José como a su libertador y consuelo, le confió el difícil cargo de su espíritu y se impuso el deber de llevar siempre consigo la imagen del Santo, a fin de que le sirviera de impenetrable escudo contra los malos sueños y todos los ataques luciferinos. No hay duda que esta filial devoción fue por mucho en la paz y fervor de que gozó en lo sucesivo. San José le recompensó su devoción y fidelidad con favores señalados, y en especial librándole de los peligros que rodeaban su alma.
Obsequio. Reparte algún librito, estampa o medalla de san José entre tus amigos y conocidos, moviéndoles a su devoción.
Jaculatoria. Viva Jesús mi amor, y María mi esperanza, santa Teresa mi guía, y san José mi protector.
PARA FINALIZAR CADA DOMINGO:
Oración final para todos los días
Acordaos, oh castísimo esposo de la Virgen María, dulce protector mío san José, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han invocado vuestra protección e implorado vuestro auxilio, haya quedado sin consuelo. Animado con esta confianza, vengo a vuestra presencia y me recomiendo fervorosamente a vuestra bondad. ¡Ah!, no desatendáis mis súplicas, oh padre adoptivo del Redentor, antes bien acogedlas propicio y dignaos socorrerme con piedad. Amén.
Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío.
Inmaculado Corazón de María, sed la salvación mía.
Glorioso Patriarca san José, ruega por nosotros.
Santos Ángeles Custodios, rogad por nosotros.
Todos los santos y santas de Dios, rogad por nosotros.
Ave María Purísima, Sin Pecado Concebida.
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Se puede acompañar este ejercicio de los Siete Domingos de san José, con las letanías del Santo, o con el rezo de los Gozos y Dolores de san José.