IV DOMINGO DESPUÉS DE EPIFANÍA
Del libro de los Morales de San Gregorio, Papa.
Lib. 4. Cap. 30.
Alimentamos el cuerpo para que no desfallezca extenuado; lo debilitamos con la abstinencia para que no nos oprima. Lo vigorizamos con movimiento, para que no perezca con la inmovilidad; lo reducimos al reposo para que no sucumba por el exceso de ejercicio. Lo abrigamos con vestidos, para que el frío no le perjudique; nos quitamos lo que le habíamos puesto, para que no le queme el calor. ¿Qué hacemos sino vivir bajo la dependencia de su corruptibilidad, y sostener este cuerpo al que oprimen la inquietud, la enfermedad y las mutaciones?
Dice San Pablo: “Que las criaturas se ven sujetas a la vanidad, no de grado, sino por causa de aquel que les puso tal sujeción, con la esperanza de que serán también ellas mismas libertadas de esa servidumbre de la corrupción, para participar de la libertad de los hijos de Dios”. El hombre renunció a la inmortalidad que le era connatural, y oprimido justamente por el peso de la mortalidad, se ve esclavo de la corrupción de su mutabilidad. Mas se verá libre de la corrupción, cuando resucitando incorruptible, sea elevado a la gloria de los hijos de Dios.
Así, pues, aquí los elegidos se ven molestados por las penas de la presente vida, porque aún están sujetos a las consecuencias de su corrupción; pero cuando se vean libres de la carne corruptible, quedarán exentos de los lazos con que ahora son oprimidos. A la verdad que deseamos vernos ya en la presencia de Dios. Por lo cual, San Pablo, deseoso de lo eterno, pero cargado aún por el peso de la propia carne, vencido clamaba: “Deseo ser desatado, y estar con Cristo”. Y ciertamente que no habría deseado verse libre, si no se hubiese sentido como encadenado.