Queridos hermanos
Culminamos nuestro itinerario pascual con la Solemnidad de Pentecostés, la gran fiesta del Espíritu Santo.
Etimológicamente, Pentecostés es una palabra griega que significa 50 días después de la pascua.
Es importante que sepamos que esta fiesta no es original del Cristianismo. Es una fiesta que ya tenían el pueblo de Israel, llamada en hebreo shabuot, era conocida como la fiesta de las semanas, una de las tres grandes fiestas que se celebraban en Jerusalén y que por tanto reunían en la ciudad santa a gran variedad y número de peregrinos. Decía que “es importante” saber este dato para comprender bien el acontecimiento cristiano de Pentecostés. Los judíos conmemoraban es este día la “entrega” de la Ley por medio de Moisés, e insistían justamente en este hecho que pone el protagonismo en Dios que la entrega, y no en el pueblo, que la recibe, pues si bien Dios nos dio su ley en un momento concreto, los israelitas, como nosotros, recibimos su ley cada día de nuestra vida, y así cada día hemos de esforzarnos en cumplirla.
Por tanto, el acontecimiento que celebramos nos sitúa en un ambiente festivo en Jerusalén. La ciudad estaba abarrotada de peregrinos, el bullicio de las gentes provenientes de diversas partes de Palestina y también de territorios extranjeros no perturbaba el ambiente de recogimiento y oración que los apóstoles tenían en el cenáculo de Jerusalén, reunidos en torno a la Santísima Virgen. Poco a poco se habían extinguido sus miedos y temores, tras lo trágicos acontecimientos pascuales, con la aparición del Señor Resucitado y su saludo de paz.
La marcha de Jesús al cielo, el día de la Ascensión, les había dejado profundamente conmovidos y llenos de melancolía, pero su corazón estaba expectante ante el cumplimiento de la promesa de Jesús: el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que yo os he dicho.
De repente aquella aparente calma se ve interrumpida por un gran estruendo, un viento impetuoso, y el descenso de las llamaradas de fuego. Esta manifestación divina, del envio del Espiritu Santo, conecta totalmente con la historia de la salvación, del mismo modo que el soplo divino dio vida al hombre, en la creación, este nuevo soplo que es la acción del Espiritu Santo, recrea la vida del hombre y lo impulsa decididamente hasta la verdad plena.
Aquellos timoratos apóstoles son transformados por completo. La acción del E.S. hace de ellos hombres nuevos, su cambio de actitud es palpable ante la muchedumbre que los contempla asombrada. Comienza el camino de la Iglesia, comienza la andadura de la fe.
Uno de los signos visibles que ponen de manifiesto esta transformación, es el don de lenguas que los apóstoles reciben. Aquellos peregrinos quedan maravillados de que los rudos galileos sean ahora un grupo de versados poliglotas que eufóricos proclaman las maravillas de Dios.
Queridos hermanos, en la fiesta de Pentecostés no solo traemos al recuerdo un acontecimiento importante de la historia de la Salvación. A menudo en la sagrada liturgia, especialmente en las grandes conmemoraciones se pone de relieve el término “hoy”. Esto indica la actualidad y vigencia que estos misterios tienen en la vida de la Iglesia. Hoy también nosotros pedimos al Señor, como los apóstoles, que nos haga dóciles al Espíritu Santo, para gustar siempre el bien y gozar de su consuelo.
También nosotros experimentamos a menudo el temor y el miedo, tantas veces nos embarga la experiencia de fracaso y la desesperanza.
Hoy queremos recibir el impulso del Espíritu Santo, que nos dé la fuerza y el valor necesario para salir a la sociedad, al hombre nuestro tiempo a proclamar las maravillas de Dios.
El acontecimiento de Pentecostés reparo el proyecto frustrado de aquellos necios que quisieron prescindir de Dios y construir una torre tan alta que pudieran conquistar el Cielo por sus propias fuerzas.
En Pentecostés la confusión entre los hombres se repara con el entendimiento, la comunión y la unidad que trae el Espíritu Santo.
Desgraciadamente, el hombre de nuestro tiempo también intenta construir engañosamente un proyecto de felicidad, un falso cielo, al margen de Dios, por eso se enreda en el desorden, la rivalidad, el odio y la mentira.
Hermanos, llenos del Espíritu Santo, esforcémonos por edificar la Ciudad de Dios, pongamos nuestro empeño en construir el Reino de Cristo.