REGLA PRÁCTICA DE VIDA SOBRENATURAL
In via vitae non progredi, regredi est
“En el camino de la vida no adelantar es retroceder” (San Bernardo)
Es ley del orden natural que la vida se manifiesta con el movimiento, lo cual ha llegado a ser un axioma. Así, para definir la materia inerte y sin vida, se dice: es lo que no tiene movimiento.
Todo ser vivo se mueve; hasta las plantas y los árboles se mueven con continuo movimiento de ascensión y de expansión; las mismas aguas, aunque carecen de vida, cuando les falta el movimiento se convierten en infectos pantanos y ni el fuego podría durar sin la corriente de aire que hace subir las llamas hacia los cielos.
Otro tanto pasa en el orden intelectual. El que ya no aprende ni provoca cada día, como un flujo y reflujo: de la inteligencia a los conocimientos que ha de adquirir y de los conocimientos a la inteligencia, resultará ignorante; sólo con el ejercicio se fortalece la memoria. Tiempo ha que se dijo esto, y con harta verdad por cierto.
¿Pasará también otro tanto en el orden sobrenatural? Sin género de duda que sí. Dios es uno, y todas las leyes que ha establecido siguen un mismo curso y presentan unos mismos caracteres; lo único que hace es modificarlas un tanto según sea el orden en que han de obrar. La señal de nuestra vida sobrenatural será, por consiguiente, el movimiento hacia adelante, el progreso.
A lo que este progreso debe tender es a la perfección, y como nunca hemos de llegar a ella, nunca tampoco debe cesar. Las instrucciones que da Jesucristo sobre la perfección prueban que el progreso, el movimiento hacia adelante, es necesario; así lo atestiguan sus expresiones: “Venid, seguidme; andad mientras tengáis luz”. Y en la antigua ley Dios dijo a Abrahán: “Anda delante de mí y sé perfecto”.
Nuestra marcha espiritual ha de dirigirse, pues, hacia la perfección de Jesucristo, que es copia perfecta y acabada de la perfección del mismo Dios: “Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto”. Y como quiera que es imposible alcanzar nunca la plenitud consumada de esta perfección, estamos obligados a caminar siempre; nunca debemos dejar de trabajar creyendo haber llegado al término.
Ahora bien, los medios de perfección que Jesucristo nos propone consisten en observar la ley y los consejos. Nadie está dispensado de practicar la ley; por obligación de vocación están, además, los religiosos, obligados a practicar los consejos.
Las personas piadosas del mundo, ¿no deberán también aplicarse a la observancia de estos consejos? Obligación absoluta para ello no la hay, es cierto; pero ved el peligro que tienen esas personas que no quieren practicarlos, contentándose con la ley. Si os contentáis con la ley, les he de decir, nada se os puede reprochar; el pecado no consiste más que en la infracción de la ley, y como los consejos no lo son, no pueden obligaros so pena de pecado. Todo esto está muy bien. Pero he aquí que llega una tempestad, el demonio lanza contra vosotros ejércitos y las tentaciones son más frecuentes e imperiosas. ¿Cuánto tiempo podrá vuestra alma resistir al sitio, sin otra muralla que la ley? No mucho, seguramente. La primera brecha que se abra será decisiva y bastará para entregar la plaza, en tanto que si estuvierais rodeados de la triple muralla de la devoción, de la oración habitual y de la ley, antes que el enemigo derribara las tres, tendríais tiempo para recurrir a nuestro Señor y llamarle a vuestro socorro: Domine, Salva nos, perimus –¡Sálvanos, Señor, nos hundimos! (Mt 8, 25).
En lo que concierne al religioso, está obligado a los consejos evangélicos por sus votos y por su regla que los expresa. La regla, empero, no prescribe explícitamente toda la perfección posible. Si se atiene tan sólo a la letra y no penetra su espíritu; si no trata de desentrañar toda la perfección que implícitamente encierra, es decir, la misma perfección de Jesucristo, le sucederá una desgracia análoga a la que he anunciado a las personas del mundo que se quieren ajustar sólo al rigor de la ley: ¡No será más que un cadáver de religioso!
Es, pues, necesario no darse nunca por satisfecho con lo que se tiene, sea cual fuere la condición en que uno se encuentra, sino progresar siempre. El cesar de progresar es señal cierta de decadencia y de muerte próxima, de la misma manera que una saeta que ya no sube, baja infaliblemente y cae en el polvo.
Quizá os digáis después de esto: ¡Qué doctrina más espantosa! ¡De manera que muero, cuando dejo de progresar! ¡Y, por mi parte, ni sé siquiera si adelanto o retrocedo...! ¿Qué señales me lo darán a conocer? –Van algunas.
II
¿Tenéis alguna porción del campo de la perfección por roturar? ¿Os habéis fijado de una manera bien precisa en el defecto que queréis combatir o en la virtud que habéis de adquirir? Si habéis obrado así, progresáis; si tan luego como acabáis por un lado, comenzáis por otro, no tengo inquietud alguna sobre vuestra suerte, pues dais señales seguras de que adelantáis. La prueba de lo que digo es que cuando os sentís fervorosos, sabéis muy bien decir: Es evidente, me falta la virtud; ese vicio me afea, del propio modo que una zarza afea una heredad. Y al punto os imponéis como un deber el extirparlo, sin dejar de trabajar hasta haber triunfado. Nada más cierto ni más conforme con la experiencia: consultad vuestra propia vida.
Si, al contrario, decís: No tengo empeño en practicar ninguna virtud en particular; prefiero estar bien dispuesto con unión general con nuestro Señor, no siento necesidad alguna de practicar tal o cual acto de virtud en particular; me contento con practicarlas todas en general, según se presente la ocasión, ¡oh!, ese es el lenguaje de la pereza. Nunca querréis ver la ocasión. Así es cómo habla uno cuando está dominado por la pereza y no tiene valor para hacer uso del hacha y de la segur.
–Yo ya amo a Dios. –Si no pasáis de ahí, sois unos perezosos y os perderán vuestros buenos sentimientos, esos deseos que no sabéis concretar. Estos buenos deseos son los que condenan al perezoso, y el infierno está empedrado de buenos deseos, que por flojedad no han llegado a ser eficaces; son como flores de otoño, que no producen fruto porque les falta el calor vivificante del sol de amor. Además de cobardía, este proceder envuelve en el fondo un escarnio. No es la perfección cosa que se coge con echar una vez la red, sino mina que sólo a trechos muestra un filoncito, y eso después de haber cavado hondo y por mucho tiempo. ¿Qué diríais de un hijo que tratara de convencer a su madre de que la ama, si al mismo tiempo rehusara demostrárselo con su conducta y con la diligencia en prevenir sus deseos? Pensaríais que no ama de veras a su madre o que la ama por su provecho personal, y con harta razón. ¡Cuántas almas se engañan en este punto! Amo a Dios, quiero hacer cuanto me diga. Sí, pero con la condición de que no os pida nada, pensáis en el fondo del corazón sin confesarlo. Cuando cae en la tibieza un alma que antes tuvo buenas resoluciones bien seguidas, se encuentra precisamente en este estado vago e indefinido. Contando con la fuerza de las antiguas resoluciones, no se molesta en renovarlas o en formar nuevas para las nuevas necesidades, sino que se contenta con quedarse en esa vaga disposición de hacerlo todo según las ocasiones, aunque sin poner nunca manos a la obra. Mirad a vuestro interior, recordad los días de tibieza, y palpareis con el dedo la verdad de lo que os acabo de decir.
Decía san Bernardo a sus religiosos: Non est perfectum nisi particulare: no se llega a la perfección sino particularizando y de detalle en detalle. Y eso que ellos estaban aún en el fervor de una reciente reforma. Bien sabía aquel gran santo que después que el fervor nos ha hecho combatir con un enemigo preciso y particular, viene la tibieza a hacernos pactar en definitiva con todos, so pretexto de combatirlos todos a la vez, siquiera lo haga sin caer nosotros en la cuenta. El único medio de escapar a ese ardid es volver a nuestra primera resolución particular. Después de haber censurado el Señor a uno de los siete obispos del Apocalipsis, que comenzaba a relajarse, díjole: “Vuelve a tus primeras obras, haz lo que hacías antes, prima opera fac (Ap 2, 5), que si no, voy a ti y removeré tu candelero de su sitio”. Sí, prefiero ver que sufrís derrotas combatiendo un vicio particular y concreto, que ver no sois vencidos nunca, porque combatís todos los vicios a la vez, o, lo que es lo mismo, ninguno.
2.º La segunda señal no excluye la primera, aunque se extienda más, y consiste en un deseo sincero y eficaz, de obrar cada vez mejor, en un temor eficaz de ofender a Dios, que nos lleva a evitar realmente las menores faltas con el mayor esmero. Es lo que nuestro Señor expresaba con estas palabras: Beati qui esuriunt et sitiunt justitiam: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Esta segunda señal indica un progreso más rápido que la primera, y a este divino fin debemos tender. No estamos obligados a eso, diréis acaso.
Mas si creéis haber hecho lo bastante, sois indignos de los favores divinos, indignos de arrodillaros a sus pies en ese reclinatorio. ¡Cómo! ¿Creéis haber colmado la medida delante de un Dios cuyo amor ha llegado hasta la locura? ¡Si lo que hacéis no bastará tal vez ni siquiera para pagar las deudas de justicia que con Él tenéis contraídas! ¿Y qué decir de las deudas de amor? ¡Oh! ¡Desdichado del que crea haber hecho lo bastante! Ese tal está ya parado, no va adelante, sino que retrocede.
Notad la diferencia entre este hambre de la justicia, este vivo deseo de la santidad y el deseo de que hablábamos más arriba; el primero es una especie de satisfacción, de contentamiento, de confianza en sí mismo, que desdeña tomar medios particulares y aguarda las ocasiones con la esperanza de corresponder a ellas, mientras que el segundo las busca y hace que nazcan, pues las industrias del amor son innumerables.
3.º Finalmente, estas dos señales no siempre pueden percibirse a primera vista. Tan cargado está a veces el cielo y tan violenta es la tempestad, que resulta difícil distinguir algo en la propia alma.
¿Cómo saber entonces si progresamos? Contesto ante todo que estos estados son pasajeros, ni tienen otra razón de ser que la de purificarnos. Es bueno pensar de vez en cuando que no se hace nada, porque este pensamiento es como un aguijón que nos estimula a redoblar el paso. En todo caso, aun en medio de las tinieblas, por oscuro que haga en nuestra conciencia, siempre queda cierta seguridad de no haber retrocedido, y esta seguridad que conserva la paz en el fondo de nuestra alma es la tercera señal de que se va progresando, porque es fácil concebir que si se conserva la certeza íntima de no haber retrocedido, aunque sea uno atacado y turbado, esta certeza está sólidamente fundada. Por lo que no habéis de inquietaros sobre las consecuencias de esas tentaciones y sobre el estado de vuestra alma, pues esta tercera señal es la más segura y casi infalible.
Así que no adelantar es retroceder, y retroceder equivale a estar muerto y haber perdido todo lo que con tanto trabajo se había adquirido. Cerciorémonos, pues, de si adelantamos o nos quedamos estacionarios, mediante las señales indicadas más arriba; y si alguna de estas señales es menos expedita, otra será adecuada. Tomemos resoluciones muy precisas, muy determinadas, para corregirnos de nuestros defectos o adquirir las virtudes que nos faltan; añadamos a esta primera medida un ardiente deseo de amar más y más y de evitar hasta las menores apariencias de pecado. Así progresaremos sin nunca pararnos, hasta llegar al solio de la patria celestial, donde cesará todo progreso, porque seremos absorbidos en Dios.
Regla Práctica de La Vida S... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...