¿QUIENES SON LA HIJA DE JAIRO Y
LA HEMORROISA?
Reflexión en torno al Evangelio
del XXIII domingo después de Pentecostés
17 de noviembre de 2019
El Evangelio de hoy aparecen
dos mujeres. Una joven, hija del jefe de la sinagoga llamado Jairo, que ha
muerto y una mujer, con cierta edad, que lleva padeciendo por más de 12 años
flujos de sangre, conocida por el nombre de la hemorroisa y que san Marcos
caracterizado en general por su brevedad nos informa extensamente de que “había
sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna;
pero, en vez de mejorar, se había puesto peor.”
Ambas mujeres son objeto de una
intervención milagrosa de Jesús: la niña es resucitada o revivificada, la mujer
es sanada de sus hemorragias.
En ambos milagros el contacto
físico con Jesús realiza el prodigio. Los tres evangelistas sinópticos afirman
que Jesús tomó a la niña por su mano. Son los tres también los que nos dicen
que fue tocar la orla de su manto y quedar sana la mujer.
En ambos milagros hay un movimiento:
En el caso de la joven, acercar a Jesús, hacerle llegar a la lecho del
velatorio; en el caso de la mujer, el acercarse ella misma a Jesús.
En ambos milagros hay una
elemento que impide el movimiento: en el caso de la mujer, toda la turba que se
agolpa en torno a Jesús pues “lo seguía mucha gente que lo apretujaba”; en el
caso de la joven, los flautitas y el gentío que se agolpaba en la casa que se
hizo necesaria su expulsión: “él los echó fuera a todos.”
En el caso de la joven es el
padre, jefe de la sinagoga, el que intercede y suplica el milagro ante Jesús.
En la mujer, es ella misma la que sale al encuentro de Cristo y piensa que con
solo tocar la orla de su manto quedará sana.
¿Quiénes son estas mujeres?
¿Qué nos enseñan? ¿Qué podemos ver en su tipología?
Son múltiples los significados
de las Escrituras y no es descabellado ver en estas dos mujeres una figura de
la humanidad y de la misma Iglesia.
La joven muerta es la
humanidad, y más concretamente, la modernidad – el tiempo más reciente de la
historia, pero también el más breve. Esta joven es hija del jefe de la sinagoga y no podemos olvidar
también que la modernidad es fruto en su pensamiento y en sus modos de vida del
proyecto de la masonería, donde el actual judaísmo se encuentra presente.
La joven está muerta, no tiene
vida, no puede hacer nada por sí ni por su vida. Es la imagen de la humanidad
actual, alejada de Dios, de las fuentes de la gracia y de la vida, una
humanidad aparentemente viva, vivísima, pero en lo que no se respira más que el
hedor de la muerte. Es lo que magistralmente el papa Juan Pablo II resumió con
la expresión “cultura de la muerte.” Esta humanidad no puede salir de sí misma,
se encuentra totalmente inerte, no hay aliento alguno para liberarse de la
rigidez de la muerte. Solamente hay una posibilidad y es sembrar más muerte,
sembrar más oscuridad. El mínimo inicio de esperanza que pueda surgir en
nuestra sociedad, se ve sofocado rápidamente por los ingenieros sociales –a los
que bien podemos dar el título de verdugos o enterradores, figurados en
aquellos siervos que acuden a sofocar la esperanza del padre anunciándole: “Tu
hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?»”; o podemos verlos en
aquellos otros que frívolamente ser ríen y burlan.
¿Quién puede dar vida a esta
joven? ¿Quién puede sacar a nuestra humanidad de este sin sentido, de este
vacío existencial, de esta cultura de la muerte?
Solamente, Jesús puede
salvarla. Solamente Jesús puede llenar de sentido la existencia. Solamente
Jesús puede dar vida, y vida plena.
Hace falta un intercesor, un
padre que acuda a pedir el milagro. El padre de la niña era jefe y hombre principal
de la sinagoga. Sinagoga –en griego ecclesia- es símbolo de la Iglesia que es
madre y que debe interceder, acudir a Jesús, pedir con fe, humildad y adoración
que el Señor realice el milagro.
La Iglesia –como aquel padre-
debe conducir a Jesús hasta la casa donde se encuentra la joven muerta. Debe
ser sacramento de salvación, mediadora, servir de instrumento para que se obre
el milagro. La Iglesia –como aquel padre- debe llevar a Jesús ante su hija para
que este le tome de la mano y le devuelva la vida.
La Iglesia –como aquel padre-
ha de mantener la esperanza contra toda esperanza y ante los lamentos y
desconfianzas, ante los que nada quieren hacer por salvar a la niña, acercar a
Jesús, que pueda tocar los corazones endurecidos y petrificados sin vida de los
hombres hoy para darle vida verdadera.
Aquel padre no acudió al sumo
sacerdote, a otros supuestos profetas, a expertos curanderos; sino que acudió a
Jesús y lo adoró. Lo reconoció verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia no
puede acudir a persona alguna, institución, técnicos, propias fuerzas para
salvar a la humanidad. Solo Jesús puede salvarla. Y, ¿qué Jesús? Jesús el de
los evangelios, el de la fe; en el que siempre hemos creído…
La Iglesia solo puede acudir y
ofrecer a Jesucristo, manifestado en fragilidad humana,
santificado por el Espíritu; a Jesucristo, mostrado a los ángeles, proclamado a los gentiles. Cristo, objeto de fe para el mundo, elevado a la gloria…
santificado por el Espíritu; a Jesucristo, mostrado a los ángeles, proclamado a los gentiles. Cristo, objeto de fe para el mundo, elevado a la gloria…
Pero, ¿cómo se encuentra la Iglesia
en la modernidad? No es exagerado decir que la Iglesia es esa mujer adulta que
se encuentra enferma, con continuas hemorragias… Digo que no es exagerado,
porque el entonces cardenal Ratzinger en el viacrucis del Coliseo del año 2005,
con un conocimiento mayor que el que nosotros podamos tener, elevaba una
oración: “Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de
hundirse, que hace aguas por todas partes. Y también en tu campo vemos más
cizaña que trigo. Nos abruman su atuendo y su rostro tan sucios. Pero los
empañamos nosotros mismos. Nosotros quienes te traicionamos, no obstante los
gestos ampulosos y las palabras altisonantes. Ten piedad de tu Iglesia.(…)”
La Iglesia tiene la misión de anunciar a Cristo, darlo a
conocer a todos los pueblos: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a
todas las gentes.” Pero la Iglesia se encuentra enferma, paralizada en su
misión.
Siempre habrá aquellos que en
su ingenuidad optimista digan que ha habido tiempos peores en la historia, que
no estamos tan mal, que hay muchas cosas positivas en la modernidad, etc…
Pero creo que –sin ser
inconsciente de épocas duras y difíciles en la historia de la Iglesia- ninguna
de ellas se igual a la actualidad. Los Papas de principios del siglo XX
alertaron y señalaron el error modernista definido como “el conjunto de todas
las herejías históricas juntas.”
En el desarrollo del siglo XX y
lo que llevamos del siglo XXI, con esa tentación de asimilarse al mundo y a la
modernidad, la Iglesia se expuso al peligro y la enfermedad la invadió en todas
sus esferas…
Creo que no hace falta insistir
más en aceptar lo que es visible para todos: la Iglesia se encuentra en una
profunda crisis en todos sus ámbitos: doctrinal, moral, disciplinar, litúrgica…
Crisis en la autoridad, crisis en la vida religiosa, crisis en el clero… Una
hemorragia tremenda que cada vez se agrava más y se hace más patente a todos,
dentro y fuera de la Iglesia.
Es cierto, la promesa del Señor
no falla: “Portas Inferi non praevalebunt”; y a pesar de la vicisitudes de la
historia y los embates del maligno, la Iglesia no perecerá porque Cristo lo ha
prometido. Pero eso, no excluye lo que el mismo catecismo de la Iglesia (nº 675)
recoge acerca de la prueba de la Iglesia antes de la Venida en gloria de
Jesucristo: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una
prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que
acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el "misterio de
iniquidad" bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a
los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la
apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es
decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo
colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne.”
Ya el Papa Juan Pablo II
constató la apostasía silenciosa de las antiguas naciones católicas; pero más
que silenciosa, esa apostasía cada vez se extiende más a todos los ámbitos de
la sociedad moderna. Una apostasía que no es el rechazo directo de la fe, sino
su mutación por un nuevo credo contrario a la fe recibida de los apóstoles.
No podemos silenciar lo que la
Virgen dijo en Fátima. El 13 de julio de 1917, la Virgen pidió que el Papa consagrase
Rusia a su Inmaculado Corazón: “Si se escuchan mis peticiones, Rusia se
convertirá y tendrán paz; si no, esparcirá sus errores por el mundo,
promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia”. Esa consagración no se ha
hecho, aunque quieran convencernos de que sí. La Virgen pidió que se le
consagrase Rusia; no la Iglesia, ni las naciones o la humanidad en general. Y
esto no se ha realizado. Rusia ha extendido sus errores: el mundo sin Dios. No
podemos olvidar que los errores de Rusia es el sistema filosófico –no solo
económico- del marxismo donde el primer artículo de su credo es “Dios no existe.”
En esta situación, la Iglesia
no puede llevar a Jesucristo a la modernidad, al mundo; porque ella no lo tiene,
está lejos de él, se ha ido tras otros “ídolos”.
Alguien dijo hace unos años
aquello de prefiero una iglesia accidentada, pero en salida, que una iglesia
inmóvil y encorvada hacia sí misma. Un error garrafal y que parece que el
Espíritu Santo en la Palabra de Dios dice lo contrario: es necesario que la
hemorroisa se sane para que la joven pueda ser revivificada por Cristo.
¡Fijaos! El milagro de la joven
se pide primero, el padre acude a Jesús, pero se realiza de último. El milagro
de la mujer le roba el puesto a la joven. San Jerónimo –siguiendo la enseñanza
del Apóstol san Pablo- dice que esto es porque la conversión de toda la gentilidad,
precederá a la conversión de Israel. Pero creo que desde nuestra perspectiva,
esto sucede porque solo una Iglesia fuerte, sana, vigorosa –no en lo externo o
en los medios, o triunfos mundanos- sino fuerte y sana en la fe, en la
disciplina, en la moral, etc precede la conversión de la modernidad.
¿A quién ha de acudir a la
Iglesia hemorroisa para encontrar la salvación? A Jesucristo, su piedra y
fundamento, su razón de ser, su origen, centro y culmen, su propia vida.
La Iglesia ha a acudir a Cristo
y saber con solo tocar la orla de su manto quedará sana. ¿Cuál es esta orla?
Pues hasta en esto parece que el Espíritu Santo dejó un simbolismo hermoso. La
orla es la parta decorativa de una pieza de ropa, algo accesorio, pero sin
duda, para nuestra naturaleza sensible y necesitada de lo sensible, algo
importante. En todas las culturas se ha cuidado el vestido, su adorno, sus
accesorios… Lo externo que nos reviste, nos define y habla de nuestra vida
interior.
Muchos en la modernidad han
criticado la liturgia como algo accesorio, de poca importancia para la vida de
la iglesia. Muchos en el afán modernista
han rechazado el papel primordial de la liturgia en la vida de la Iglesia.
Muchos han querido quitar todo los sensible y los “decorativo” de ella
haciéndola más sencilla y asequible, pero dejando una liturgia aséptica,
intelectualista y sobre todo “desobrenaturalizada” que en vez de dar culto a
Dios, se convierte en culto del propio hombre.
La mujer no se sana por tocar
la mano de Cristo, ni ninguna parte de su Santísimo Cuerpo, sino por tocar la
orla de su manto. Y es que a través de la Sagrada Liturgia, Cristo se ha puesto
a disposición de su Iglesia y obediente a sus ministros obedece a la fórmula
sacramental para dar la gracia.
“Jesús, notando que había
salido fuerza de él, -dice san Marcos- se volvió enseguida, en medio de la
gente y preguntaba: «¿Quién me ha tocado el manto?».” Parece que la liturgia
hace que -de forma “involuntaria”- Cristo
extienda sobre las almas, la Iglesia y la humanidad su fuerza sanadora y
salvadora. Y es que la Sagrada Liturgia actualiza el misterio salvífico de
Cristo: nos da aquí y ahora, en nuestro tiempo y nuestro lugar, la gracia
redentora que nos obtuvo de una vez para siempre con su Pasión y Muerte.
Y, ¿a dónde nos trae esta
meditación? Pues a aquello que tantas veces en sus escritos el Cardenal
Ratziger afirmó acerca de la liturgia.
Benedicto XVI en el prólogo a
la edición en lengua rusa del volumen IX de las “Obras Completas de Joseph
Ratzinger” afirma: “La causa más profunda de la crisis que ha trastornado a la
Iglesia reside en el oscurecimiento de la prioridad de Dios en la liturgia.”
En otra ocasión afirmó: “Para
la vida de la Iglesia es dramáticamente urgente una renovación de la conciencia
litúrgica. (…) Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos
encontramos hoy depende en gran parte del hundimiento de la liturgia.” (JOSEPH RATZINGER. Mi Vida. Recuerdos
(1927-1977). Ediciones Encuentro, 2005, Madrid. Pág.148-151)
Y dejo al mismo Papa, decir la
conclusión de esta meditación, animando a todos los que leáis estas líneas a vivir
la sagrada liturgia, a apostar con vuestra vida, con vuestras fuerzas, con
vuestra fama el cultivo y promoción de la liturgia, conservando y alimentándonos
de este tesoro infinito que para las generaciones anteriores era sagrado, y que
también para nosotros permanece sagrado y grande. La renovación de la liturgia traerá
una renovación en todas las esferas de la vida de la Iglesia.
Decía el entonces cardenal
Ratzinger: “Ante las crisis políticas y sociales de nuestros días y las
exigencias morales que éstas plantean a los cristianos, bien podría parecer
secundario el ocuparse de problemas como la liturgia y la oración. Pero la
pregunta de si reconoceremos las normas morales si conseguiremos la fuerza
espiritual, necesarias para superar la crisis, no se debe plantear sin
considerar al mismo tiempo la cuestión de la adoración. Sólo cuando el hombre,
cada hombre, se encuentra en presencia de Dios y se siente llamado por él, se
ve asegurado también su dignidad. Por este motivo, el preocuparnos por la forma
adecuada de la adoración no sólo no nos aleja de la preocupación por los hombres, sino que constituye su mismo
núcleo. (…) La cuestión decisiva tratada es siempre la misma: cómo podemos, en
nuestros días, rezar y unirnos a la alabanza de Dios en el seno de la Iglesia,
cómo la salvación de los hombres y la gloria de Dios puede reconocerse y
experimentarse como un todo.” (Joseph Ratzinger, La fiesta de la fe, DDB,
Bilbao, 1999 pág 9-10)