De cómo debemos amar a Dios-
MEDITACIÓN PARA EL DOMINGO DECIMOSÉPTIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
San Juan Bautista de la Salle
En respuesta a un doctor de la ley que le había preguntado cuál era en la Ley el mandamiento principal, dijo Jesús: Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas (1).
Éste es, en efecto, mandamiento grande, porque tiene amplísima extensión y porque el modo como Jesucristo aclara que debe amarse a Dios, exige de nosotros extraordinaria valentía. Él dará hoy tema a nuestras reflexiones.
Debemos, pues, primero, amar a Dios con todo nuestro corazón; o sea, con todo nuestro afecto, sin reservar la menor partecita de éste para criatura alguna; antes, queriendo amar meramente a Dios, por ser Dios el solo amable, ya que Él es lo único bueno, esencialmente y por sí mismo.
De ahí que, amar algo fuera de Dios es hacerle injuria y posponerle a lo que está infinitamente por de bajo de Él. Porque si alguna bondad posee o alguna amabilidad presenta en sí lo criado, son sólo emanación y participación de la bondad que fluye de Dios, como bien que le es propio, y del que hace partícipe a su criatura.
Además, por ser Dios infinitamente bueno, y el manantial inagotable de todo bien creado, no nos es lícito tender ni entregarnos con toda la amplitud de nuestro corazón a cosa alguna que no sea Dios; pues todo lo creado ha sido hecho para Él y, si amamos algo en las criaturas, ha de ser sólo en Dios, donde hallamos como en su principio todo lo amable que existe en ellas.
Es imposible que amemos a Dios con todo el corazón, si no le amamos también con toda nuestra alma; esto es, si no estamos dispuestos a renunciar, no sólo a todas las cosas exteriores y sensibles, sino a la vida misma, significada por la palabra " alma "; antes que vernos privados un solo instante del amor de Dios.
Y eso, porque sobre cualquiera otra cosa que pudiera despertar nuestro afecto, debemos preferir a Dios. La razón de ello es que, hallándose Dios infinitamente por encima de todas las cosas creadas - entre las cuales se incluye nuestra vida - no merece ésta el menor aprecio de nuestra parte, parangonada con quien es su creador.
¿No es justo, pues, que la ofrezcáis a Dios gustosos, y le hagáis de ella el sacrificio, con el fin de conservar o aumentar en vosotros su santo amor? Además, habiéndoos dado Dios la vida por efecto de una bondad puramente gratuita, está muy puesto en razón, para manifestarle cuán deudores le sois y en qué medida le pertenecéis, que le hagáis de ella homenaje, como de cosa que le pertenece y de la que no sois más que depositarios.
Es, en verdad, hacer a Dios holocausto de la propia vida no emplearla sino en su servicio; eso es lo que estáis en condiciones de cumplir vosotros por vuestra profesión y empleo; sin inquietaros de morir en él al cabo de pocos años, con tal de que os salvéis y ganéis en él almas para Dios. Éstas, a su vez, os ayudarán a encumbraros en la gloria, después que hayáis procurado franquearles a ellas la entrada, enseñándolas y ayudándolas a poner por obra cuantos medios deban emplear para ir al cielo. Así manifestaréis a Dios que " le amáis con toda vuestra alma ".
Dios, que nos ha traído al mundo sólo para Él, según aquel dicho del Sabio: El Señor ha creado todas las cosas para Sí (2); piensa también continuamente en nosotros; y habiéndonos dotado de espíritu tan sólo para que pensemos en Él, con razón dice Jesucristo en el evangelio de este día que debemos amar a Dios con toda nuestra mente.
Cumpliremos este mandamiento ocupándonos siempre de Él, y enderezando de tal modo hacia Él cuanto pensemos sobre las criaturas, que nada de lo que concierne a éstas ocupe nuestro espíritu, sin que nos induzca a amar a Dios o a preocuparnos de su santo amor; ya que nada descubre mejor el amor de una persona para con otra que el sentirse incapaz de pensar más que en ella.
¡Felices vosotros, si todos vuestros pensamientos tendieran exclusivamente a Dios y versaran sólo acerca de Él. Entonces habríais encontrado el paraíso en la tierra, pues vuestra ocupación sería la de los Santos, y gozaríais por consiguiente la felicidad que ya ellos disfrutan.
Verdad es que se daría esta distinción: los Santos ven a Dios claramente y en su propia esencia, mientras nos otros gozaríamos de Él sólo por la fe. Pero esta visión de fe causa tal gozo y alegría en el alma enamorada de su Dios, que experimenta ya en esta vida cierto gusto anticipado de las delicias del cielo.
¿Disfrutan vuestras almas ventura tan apetecible? Si no son tan felices que ya la posean, procurad irla alcanzando por la aplicación a Dios en vuestras plegarias y por el uso frecuente de las oraciones jaculatorias. ¡Es el mayor bien que podéis gozar en este mundo!
Éste es, en efecto, mandamiento grande, porque tiene amplísima extensión y porque el modo como Jesucristo aclara que debe amarse a Dios, exige de nosotros extraordinaria valentía. Él dará hoy tema a nuestras reflexiones.
Debemos, pues, primero, amar a Dios con todo nuestro corazón; o sea, con todo nuestro afecto, sin reservar la menor partecita de éste para criatura alguna; antes, queriendo amar meramente a Dios, por ser Dios el solo amable, ya que Él es lo único bueno, esencialmente y por sí mismo.
De ahí que, amar algo fuera de Dios es hacerle injuria y posponerle a lo que está infinitamente por de bajo de Él. Porque si alguna bondad posee o alguna amabilidad presenta en sí lo criado, son sólo emanación y participación de la bondad que fluye de Dios, como bien que le es propio, y del que hace partícipe a su criatura.
Además, por ser Dios infinitamente bueno, y el manantial inagotable de todo bien creado, no nos es lícito tender ni entregarnos con toda la amplitud de nuestro corazón a cosa alguna que no sea Dios; pues todo lo creado ha sido hecho para Él y, si amamos algo en las criaturas, ha de ser sólo en Dios, donde hallamos como en su principio todo lo amable que existe en ellas.
Es imposible que amemos a Dios con todo el corazón, si no le amamos también con toda nuestra alma; esto es, si no estamos dispuestos a renunciar, no sólo a todas las cosas exteriores y sensibles, sino a la vida misma, significada por la palabra " alma "; antes que vernos privados un solo instante del amor de Dios.
Y eso, porque sobre cualquiera otra cosa que pudiera despertar nuestro afecto, debemos preferir a Dios. La razón de ello es que, hallándose Dios infinitamente por encima de todas las cosas creadas - entre las cuales se incluye nuestra vida - no merece ésta el menor aprecio de nuestra parte, parangonada con quien es su creador.
¿No es justo, pues, que la ofrezcáis a Dios gustosos, y le hagáis de ella el sacrificio, con el fin de conservar o aumentar en vosotros su santo amor? Además, habiéndoos dado Dios la vida por efecto de una bondad puramente gratuita, está muy puesto en razón, para manifestarle cuán deudores le sois y en qué medida le pertenecéis, que le hagáis de ella homenaje, como de cosa que le pertenece y de la que no sois más que depositarios.
Es, en verdad, hacer a Dios holocausto de la propia vida no emplearla sino en su servicio; eso es lo que estáis en condiciones de cumplir vosotros por vuestra profesión y empleo; sin inquietaros de morir en él al cabo de pocos años, con tal de que os salvéis y ganéis en él almas para Dios. Éstas, a su vez, os ayudarán a encumbraros en la gloria, después que hayáis procurado franquearles a ellas la entrada, enseñándolas y ayudándolas a poner por obra cuantos medios deban emplear para ir al cielo. Así manifestaréis a Dios que " le amáis con toda vuestra alma ".
Dios, que nos ha traído al mundo sólo para Él, según aquel dicho del Sabio: El Señor ha creado todas las cosas para Sí (2); piensa también continuamente en nosotros; y habiéndonos dotado de espíritu tan sólo para que pensemos en Él, con razón dice Jesucristo en el evangelio de este día que debemos amar a Dios con toda nuestra mente.
Cumpliremos este mandamiento ocupándonos siempre de Él, y enderezando de tal modo hacia Él cuanto pensemos sobre las criaturas, que nada de lo que concierne a éstas ocupe nuestro espíritu, sin que nos induzca a amar a Dios o a preocuparnos de su santo amor; ya que nada descubre mejor el amor de una persona para con otra que el sentirse incapaz de pensar más que en ella.
¡Felices vosotros, si todos vuestros pensamientos tendieran exclusivamente a Dios y versaran sólo acerca de Él. Entonces habríais encontrado el paraíso en la tierra, pues vuestra ocupación sería la de los Santos, y gozaríais por consiguiente la felicidad que ya ellos disfrutan.
Verdad es que se daría esta distinción: los Santos ven a Dios claramente y en su propia esencia, mientras nos otros gozaríamos de Él sólo por la fe. Pero esta visión de fe causa tal gozo y alegría en el alma enamorada de su Dios, que experimenta ya en esta vida cierto gusto anticipado de las delicias del cielo.
¿Disfrutan vuestras almas ventura tan apetecible? Si no son tan felices que ya la posean, procurad irla alcanzando por la aplicación a Dios en vuestras plegarias y por el uso frecuente de las oraciones jaculatorias. ¡Es el mayor bien que podéis gozar en este mundo!