MEDITACIÓN DE SAN JUAN BAUTISTA DE LA SALLE
PARA EL DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA
De tres clases de personas que obedecen sin el mérito de la obediencia ciega
El ciego que, según el evangelio de este día, curó Jesucristo después de preguntarle: ¿Qué quieres que te haga? (1); es la remota figura de aquellos a quienes los superiores se ven en la precisión de preguntarles lo que les agrada, y de quienes intentan averiguar lo que se pretende mandarles, antes de parecer dispuestos a ejecutarlo.
Tales religiosos voluntariosos son de tres clases:
Los primeros, aquellos que analizan minuciosamente los mandatos. Antes de obedecer procuran:
- averiguar lo que el superior desea ordenarles, y
- considerar si es cosa que les conviene, o si no ha de ocasionarles demasiadas molestias el llevarlo a la práctica; si no habrán de poner condiciones para que su ejecución les resulte más fácil o cómoda, y otras reflexiones por este estilo, todas ellas de orden absolutamente natural.
El varón sinceramente obediente no examina nada ni presta atención a otra cosa, sino a que debe obedecer: la fe que señorea su espíritu le obliga a acallar todas aquellas consideraciones.
La segunda categoría de personas que quieren ver antes de creer y obedecer, es la de quienes alegan razones al superior: ya para excusarse de ejecutar lo mandado, ya para hacerlo de modo diverso a como se les ordenó, ya para demostrar que resultaría más oportuno hacer cosa distinta de la que el superior pretende.
La verdadera obediencia no admite ninguno de esos raciocinios, porque se basa en la fe, que está infinitamente por encima de la razón; de donde se sigue que, para obedecer como conviene, no ha de alegarse razonamiento alguno.
En efecto: cuando para someterse hay que estar convencido o persuadido, al menos, por las razones; ya no se obedece porque Dios manda, sino porque lo ordenado parece razonable. Proceder así no es obrar como verdadero obediente, sino como filósofo que antepone la razón a la fe.
Entre esas dos maneras de proceder con los superiores, ¿cuál seguís vosotros?
Discutir con ellos e intentar atraerlos a que os manden lo que os gusta, ¿no es, en cierto modo, alzaros sobre ellos y dictarles la ley?
La tercera clase de religiosos que no se resuelven a obedecer a ciegas, son aquellos que, profanando de manera vergonzosa lo más sagrado de la religión, esto es, el cumplimiento de la voluntad divina; presumen hasta tal punto de sus propias luces, que intentan demostrar a sus superiores que van errados al imponerles determinadas órdenes, y que está reñido con el sentido común lo que se les manda.
Así procedió aquel novicio que pretendía sostener su opinión contra san Francisco, y mereció a causa de ello ser expulsado por el Santo.
Detestad tal modo de proceder, que destruye la obediencia, y consideradlo dentro de la comunidad como la abominación desoladora en el lugar santo (2).
Para ser perfecta, la obediencia ha de ser ciega y, en cuanto tal, no admite impugnaciones, raciocinio, examen ni la más leve réplica.