POR LA CONFESIÓN, NOS VEMOS LIBRES DE LA
LEPRA DEL PECADO
Homilía - XIII domingo después de Pentecostés 2018
La lepra es
una enfermedad crónica causada por bacterias
provocando la putrefacción de la carne, pérdida de miembros y un
desfiguramiento repulsivo del cuerpo. Pero el verdadero problema es el daño que
esta enfermedad provoca en el interior del sistema nervioso afectando a las
funciones sensoriales causando insensibilidad como, en menor medida, a las
funciones motoras, originando pérdidas de movimiento.
Una
enfermedad gradual que poco a poco va degradando el cuerpo del enfermo.
Una
enfermedad contagiosa que se transmite fácilmente cuando se está cerca del
enfermo.
La situación
social del leproso es terrible. Una enfermedad que avergüenza a los que la
sufren, pues son expulsados de la sociedad y obligados a vivir en leproserías y
alejados de su familia y su entorno.
En algún
momento se llegó a considerar a la lepra como castigo divino ante el pecado. El
leproso debía mantenerse alejado de los lugares frecuentados por los otros
llevando una campana al cuello para
avisar de su presencia; junto con mil
prohibiciones más. Realmente, el leproso
era tratado como un muerto en vida.
“La
enfermedad más prevalente no es la lepra o la tuberculosis, -decía la Madre Teresa de Calcuta-
es el sentimiento de que no le importas a nadie, que nadie te quiere”.
Todos
conocemos la respuesta de Madre Teresa ante aquella señora impresionada
por verla bañar a un leproso: - Yo no
bañaría a un leproso –dijo la señora- ni por un millón de dólares. La Madre
Teresa le contestó: - Yo tampoco porque a un leproso solo se le puede bañar por
amor.
Queridos
hermanos:
Al escuchar hoy el Evangelio de los Diez leprosos
que se acercan a Jesús gritando: Jesús, maestro, ten compasión de nosotros, nos
recuerda que en él encontramos la curación de nuestras enfermedades.
Pero sobre todo hemos
de caer en la cuenta de que la peor de las enfermedades es el pecado: “que no
solo mata el cuerpo sino también el alma, con el poder de arrojarnos al
infierno”.
El pecado como
la lepra desfigura la imagen del hombre y de la mujer, aquella imagen que Dios
imprimió en nosotros en la creación. Como la lepra, el pecado afecta a lo más
interior del alma imposibilitando el bien y la caridad en nosotros.
Cuando el
pecador no se arrepiente y vive permanentemente en ese estado, va degradando su
cuerpo y su alma; enredado en una espiral de pecado cada vez más fuerte y
profunda.
El pecador que
vive así acaba contagiando su ambiente, su familia, sus relaciones… siembra el
mal a su paso… hace que otros vivan como él o sigan su ejemplo.
El pecador se
encuentra en la peor de las situaciones posibles ante la eternidad: solo le
espera la condenación y el infierno, alejado de Dios para toda la eternidad, en
el lugar de fuego y del rechinar de dientes.
Como el leproso,
el pecador es un muerto viviente.
Lamentable es
esta situación, sino pone el remedio de la confesión y la medicina de la
misericordia con la que Dios está siempre dispuesto a curarle. Pero el tiempo
pasa, la eternidad se acerca, el juicio está ya próximo.
¡No podemos ser
indiferentes ante la suerte de tantos pecadores que se condenan porque no hay
nadie que rece y se sacrifique por ellos! –como la Virgen manifestó y pidió en
Fátima.
Pero, ¿no somos nosotros pecadores? Como
aquellos diez leprosos también hemos de acudir a Jesucristo y pedir compasión
para nosotros.
Jesús envió a
los leprosos a que se presentasen ante los sacerdotes. Estos no podían curar la
lepra, tan solo comprobar que se había dado la curación. Hoy Jesucristo nos
envía también a los sacerdotes de la Nueva Alianza, pero a estos se les ha dado
la potestad para cura limpiar y absolver la lepra del pecado.
Obligados a
confesar al menos una vez al año, en peligro de muerte o si queremos comulgar:
no podemos ver la confesión como una mera obligación, sino como una verdadera
medicina, liberación y sanación de nuestra alma.
La confesión es
para los pecadores el único medio para alcanzar el perdón de los pecados, y
para aquellos que viven habitualmente en gracia el medio de conservarse en este
estado y perseverar en la amistad con Dios.
Fijaos que
admirable es el sacramento de la confesión: la acusación de nuestros delitos
ante el sacerdote nos alcanza el perdón, descubrir nuestro pecado ante el
ministro de Dios nos hace dignos de la misericordia divina; mientras que el
ocultarlos y no confesarlos nos hace reos de condenación.
No funciona así
la justicia humana: se castiga cuando se descubre el delito, y se absuelve
cuando no se oculta la culpa.
Por medio del
Sacramento de la Confesión se dispone en nosotros el verdadero arrepentimiento
y penitencia: porque a través de ella aprendemos a humillarnos delante de Dios,
pues nada hay que más nos humille que reconocer nuestros pecados… y no de forma
general acusándonos de pecadores como lo hacemos en la celebración de la santa
misa al rezar el Yo, pecador… o una acusación ante Dios en nuestra oración
privada…
Es una verdadera
escuela de humildad reconocer nuestros pecados delante de un hombre, detallar
la materia del pecado, las circunstancias que lo agraven o lo aminoren, las
ocasiones en que se ha caído en ella… Recordemos que las confesión ha de ser
detallada: no sirve confesarse de cosas generalísimas y o de vicios en general;
la confesión ha de ser en este sentido concreta, no vaga… El sacerdote no es
adivino y lógicamente si me acuso de haber mentido, he de decir en que he
mentido, porque he mentido, cuantas veces he mentido… Simplemente decir digo
mentiras, es una acusación, pero incompleta. Esto nos ayuda a conocer nuestro
pecado verdaderamente y poder poner el mejor remedio, como también saber en que
medida he de satisfacer la pena temporal que por ellos merecemos.
La confesión es una verdadera escuela de
humildad porque hemos de someternos al juicio del sacerdote; escuchar aquello
que su celo le inspire, cumplir la penitencia que nos imponga… Error fatal para
el crecimiento espiritual el que va buscando al confesor menos exigente, o que
es sordo, o que sabemos que poco nos va a decir… Sin duda, hemos de preferir al
confesor más celoso y prudente, no al mercenario que nada le importa la suerte
de las ovejas.
¿Cómo ha de ser
nuestra confesión?
Sincera:
a Dios no lo podemos engañar, pero podemos engañarnos a nosotros mismos o
engañar al Sacerdote.
Completa:
sin callarse ningún pecado, comenzando por los más graves.
Humilde:
sin altanería ni arrogancia, reconociendo nuestro pecado con sinceridad y buena
voluntad.
Prudente:
que debemos usar palabras adecuadas y correctas, y sin nombrar personas ni
descubrir pecados ajenos.
Breve:
sin explicaciones innecesarias y sin mezclarle otros asuntos.
Muchos huyen de
la confesión porque siente vergüenza. Y en cambio es la vergüenza la que
debería hacernos amar este sacramento. Lo que nos ha llevado al pecado ha sido el no tener
bastante vergüenza, dirá San Juan Crisóstomo. La vergüenza que nos faltó al
pecar, sea ahora la que dé comienzo a nuestra confesión.
¡Ojala no
perdamos nunca la vergüenza al confesar, porque ello demostraría nuestra
frialdad e impenitencia, el habernos llenado de tibieza y el acostumbrarnos al
pecado!
Jesús, Maestro,
ten compasión de nosotros- gritaban los leprosos y es también el grito de cada
uno de nosotros cuando nos hincamos de rodillas en el confesionario y decimos:
Padre, he pecado. Palabra pronunciada que inicia nuestra conversión, que nos
devuelve la justificación, que nos trae el perdón de los pecados y la
benevolencia divina. Confesión de los pecados que hace cambia dos corazones: el
de Dios, de airado en benefactor, y el del penitente, de pecador en santo.
Por el
sacramento de la confesión:
-Se
nos reconcilia con Dios y con la Iglesia;
-Recuperamos
el estado de gracia, si se había perdido;
-Hayamos
la remisión de la pena eterna merecida a causa de los pecados mortales y, al
menos en parte, de las penas temporales que son consecuencia del pecado;
-Se
nos concede la paz y la serenidad de conciencia y el consuelo del espíritu;
-Y
recibimos un aumento de la fuerza espiritual para el combate cristiano. La confesión es un freno para nuestro corazón
y para nuestras malas pasiones alejándonos de las ocasiones de pecado.