16 DE MAYO
Sobre
la Anunciación (7)
MARIA,
Mater Salvatoris,
MADRE
DEL SALVADOR
También aquí, como en las
consideraciones de ayer, es menester que entendamos que debemos significar
cuando llamamos Salvador nuestro a Jesús, para entender también, en
consecuencia, por qué este nombre de Salvador, va asociado a uno de los títulos
dados a María en las letanías.
El nombre especial bajo el cual
nuestro Señor era conocido de los judíos antes de su venida, era el de Mesías o
Cristo. Pero, cuando apareció sobre la tierra, fue conocido bajo tres títulos
nuevos: el de Hijo de Dios, el de Hijo del hombre y el de Salvador. El primero
expresa su naturaleza divina; el segundo, su naturaleza humana; el tercero, su
ministerio personal. Por esto, el ángel que se apareció a María le llamo Hijo
de Dios; el que se le apareció a José le llamo Jesús, que quiere decir Salvador,
y también le dieron este nombre los ángeles que se aparecieron a los pastores
en la noche de su nacimiento. Pero Él en el Evangelio se llama a sí mismo de un
modo particular, Hijo del hombre.
No son tan solo los ángeles los
que le llaman Salvador, sino también le llaman así en sus primeras
predicaciones los dos más grandes entre los apóstoles, San Pedro y San Pablo.
San Pedro le llama “Príncipe y Salvador”, y San Pablo, “Salvador Jesús”. Y los
ángeles y los apóstoles nos dicen por qué se llama así, a saber, porque nos ha
salvado del poder del maligno espíritu y de la ruina y del castigo merecido por
nuestros pecados. Así, el ángel dice a José: “Le llamarás Jesús, porque salvará
a su pueblo de sus pecados”; y San Pedro: “Dios le exaltó para que fuese
Príncipe y Salvador, para que diese a Israel el arrepentimiento y la remisión
de los pecados”. Y Él dice de sí mismo: “El Hijo del hombre ha venido para
buscar y salvar al que había perecido.”
Consideremos ahora de qué
manera puede lo dicho mover nuestros sentimientos para con María.
Hacer libres a los esclavos del poder del enemigo implica una lucha. Nuestro Señor, por lo mismo que era Salvador, era guerrero. No podía liberar a los cautivos sin combate y sin sufrimiento personal. Ahora bien, ¿Quién hay que, de un modo especial, tenga horror a la guerra? Un poeta pagano nos responde: “Las guerras, dice, son detestadas por las madres”. Las madres son los seres que más padecen cuando hay guerras. Pueden gloriarse del honor que en ellas reportan sus hijos, pero esa gloria no borra absolutamente nada del sufrimiento, de la ansiedad, de la suspensión de la vida, por decirlo así, de la desolación y de la angustia, que sienten las madres de los soldados. Esto le ocurrió a María. Durante treinta años fue bienaventurada por la presencia continua de su Hijo, al que tuvo bajo su tutela. Pero llegó el tiempo en que fue llamado a la guerra, para la cual había descendido del cielo. Había venido no para ser simplemente el Hijo de María, sino para ser el Salvador de los hombres, y, para esto, tuvo que separarse de Ella. Conoció entonces María las angustias peculiares de la madre de un guerrero, Jesús se había marchado de su lado, ya no le veía y en vano se esforzaba para acercarse a Él. Había vivido de niño en sus brazos, después en su casa; mas ahora según sus propias palabras “el Hijo del hombre no tenía donde reclinar su cabeza”. Y una vez transcurridos los años de la separación, tuvo noticia de su detención, de su proceso irrisorio, de su pasión. Al fin, pudo llegar hasta Él, pero ¿dónde y cuándo? En el camino del Calvario, y cuando estaba levantado sobre la cruz. Al fin lo tuvo de nuevo en sus brazos, pero ya estaba muerto. Después de su resurrección tampoco se reunió con Él, porque Jesús subió al cielo y ella no pudo seguirle. Tuvo que permanecer bastantes años en la tierra, confiada, es verdad, al más amado de los apóstoles de Jesús, San Juan; pero ¿Quién era, aun el más santo de los hombres, comparado con su propio Hijo, el Hijo de Dios?
Hacer libres a los esclavos del poder del enemigo implica una lucha. Nuestro Señor, por lo mismo que era Salvador, era guerrero. No podía liberar a los cautivos sin combate y sin sufrimiento personal. Ahora bien, ¿Quién hay que, de un modo especial, tenga horror a la guerra? Un poeta pagano nos responde: “Las guerras, dice, son detestadas por las madres”. Las madres son los seres que más padecen cuando hay guerras. Pueden gloriarse del honor que en ellas reportan sus hijos, pero esa gloria no borra absolutamente nada del sufrimiento, de la ansiedad, de la suspensión de la vida, por decirlo así, de la desolación y de la angustia, que sienten las madres de los soldados. Esto le ocurrió a María. Durante treinta años fue bienaventurada por la presencia continua de su Hijo, al que tuvo bajo su tutela. Pero llegó el tiempo en que fue llamado a la guerra, para la cual había descendido del cielo. Había venido no para ser simplemente el Hijo de María, sino para ser el Salvador de los hombres, y, para esto, tuvo que separarse de Ella. Conoció entonces María las angustias peculiares de la madre de un guerrero, Jesús se había marchado de su lado, ya no le veía y en vano se esforzaba para acercarse a Él. Había vivido de niño en sus brazos, después en su casa; mas ahora según sus propias palabras “el Hijo del hombre no tenía donde reclinar su cabeza”. Y una vez transcurridos los años de la separación, tuvo noticia de su detención, de su proceso irrisorio, de su pasión. Al fin, pudo llegar hasta Él, pero ¿dónde y cuándo? En el camino del Calvario, y cuando estaba levantado sobre la cruz. Al fin lo tuvo de nuevo en sus brazos, pero ya estaba muerto. Después de su resurrección tampoco se reunió con Él, porque Jesús subió al cielo y ella no pudo seguirle. Tuvo que permanecer bastantes años en la tierra, confiada, es verdad, al más amado de los apóstoles de Jesús, San Juan; pero ¿Quién era, aun el más santo de los hombres, comparado con su propio Hijo, el Hijo de Dios?
Beato John Henry Newman
Transcripto
por gentileza de Dña. Ana María Catalina Galvez Aguiló