Madre mía, enséñame la preciosísima virtud del
abandono completo en las manos de Dios, aunque todo el mundo, demonio y carne
me inciten a sincerarme. Callar y fiar siempre; y no temer a nada ni a nadie.
Dios saldrá en mi defensa y basta, decías Tú; y si no sale, hágase tu voluntad.
Después, en el viaje, a pesar de las grandísimas dificultades, de las cosas tan
contrarias a tu virginal modestia, Dios mandaba todo, «fiat voluntas tua»:
siempre resignada, siempre confiada, siempre conforme hasta la evidencia en la
divina voluntad. Como Tú, Madre mía, no amabas más que a Dios, todos tus
gustos, todos tus deseos, aunque santísimos, los posponías a esta santísima voluntad.
En ti no había querer más que el de Dios; por eso no habéis tenido igual en
santidad y en el amor que Dios os tuvo y os tiene. Tu juicio, tus deseos, tu
todo era Dios: los trabajos, las penas, las contrariedades las veías venir
siempre de su divina mano, por eso siempre te faltaba tiempo para decir «fiat»
con todo el corazón.