JUAN, ANGEL MAS QUE PROFETA. San Roberto Belarmino
Comentario al Evangelio
II DOMINGO DE ADVIENTO
Forma
Extraordinaria del Rito Romano
San Juan debió su espíritu a la
luz sobrenatural que le iluminaba, aludida por la frase: Éste es de quien está
escrito: He aquí que yo envío a mi ángel delante de tu faz (Mal 3,1). Los
profetas recibieron más luz que el resto de los hombres ¿Qué recibiría el que
es más que profeta? Mt 11,9.
Lo era porque profetizó en el
seno de su madre (Lc 1,41); porque el mismo fue profetizado por Isaías (Is
40,3) y Malaquías (Mal. 3,1), porque hizo profetizar a sus padres (Lc
1,42-45-67-69) y porque enseñó al mismo Cristo (Mt 3,13-16).
Parece de mayor importancia
profetizar un Mesías futuro que señalarlo como actual, y, en efecto, lo sería
si Cristo hubiera venido refulgente de poder y no en forma que más bien se
dijera contraria a su dignidad mesiánica. Pero Juan, que no le conocía, cuando
le vio, en apariencia tan extraordinariamente humilde (hasta el punto de que
pudo decir: “beatus est qui non fuerit scandalizatus in me” (Mt 11,6), lo
anuncio detallando mejor que ningún otro profeta sus oficios, puesto que lo llamó
Cordero de Dios (Jn 1,29), Hijo de Dios (Jn1,34) y Esposo de la Iglesia (Jn
3,29).
Los teólogos suelen decir que los
profetas recibieron tanta mayor clarividencia cuanto más próximos estaban el
Señor. Por los tanto, San Juan fue el mayor de todos ellos.
Un ángel (Mt 11,10 y Mal 3,1). El
menor de los ángeles es superior al mayor de los hombres, mientas estamos en
este mundo, porque los ángeles ven a Dios cara a cara, le aman ardientemente,
sin intermisión y no pueden pecar. Juan, llamado ángel, ha de ser por ello,
máximamente iluminado en la fe, extraordinariamente puro y amante de Dios. Como
los ángeles, ni come ni bebe, ni se desposa, ni posee, sino que sólo se ocupa
en amar a Dios y llevarle las almas. Por eso el Precursor despreciaba los bienes
de este mundo. Quien no gusta los bienes celestiales es difícil que sienta
aversión a los terrenos; quien ama los terrenos no gustará de los eternos.
Ambos amores son incompatibles.
Cierto es que por medio de la
desgracia hay quien aprende a mirar hacia arriba, pero lo más seguro y sólido
es aprender por la iluminación de la gracia el amor de lo celeste (cf. San
Agustín, Conf., 1. 8: BAC t. 2; y Rom. 8,35).
Juan, lleno de luz y ardor,
despreciaba todo lo mundano y no era una caña hueca. Merecía, pues, ser creído
aun sin milagros, y era un compendio del evangelio.