HOMILÍA DEL OFICIO DE MAITINES SOBRE
EL EVANGELIO DEL DOMINGO
2 de noviembre
CONMEMORACIÓN DE
TODOS LOS DIFUNTOS
Forma
Extraordinaria del Rito Romano
Del libro de San Agustín, obispo,
sobre los deberes para con los
difuntos.
Todo
lo tocante a las honras fúnebres, a la calidad de la sepultura o a la
solemnidad del entierro, constituye más un consuelo de los vivos que un alivio
de los difuntos. De lo dicho no se deduce que hayamos de menospreciar y
abandonar los cuerpos de los difuntos, sobre todo los de los santos y los
creyentes, de quienes se sirvió el Espíritu Santo como de instrumentos y
receptáculos de toda clase de buenas obras. Si las vestiduras del padre y de la
madre, o su anillo y recuerdos personales, son tanto más queridos para los
descendientes cuanto mayor fue el cariño hacia ellos, en absoluto se debe
menospreciar el cuerpo con el cual hemos tenido mucha más familiaridad e
intimidad que con cualquier vestido. Es el cuerpo algo más que un simple adorno
o un instrumento: forma parte de la misma naturaleza del hombre. De aquí que
los entierros de los antiguos justos se cuidaran como un deber de piedad; se
les celebraban funerales y se les proporcionaba sepultura. Ellos mismos en vida
dieron disposiciones a sus hijos acerca del sepelio o el traslado de sus
cuerpos.
No
hay duda de que el afecto que los fieles manifiestan para con sus difuntos más
queridos aprovecha a aquellos que, viviendo aún, han merecido que todo les
beneficie después de esta vida. Y cuando por alguna necesidad no sea posible
sepultar los cuerpos, o sepultarlos en lugares santos, nunca hay que omitir los
sufragios por sus almas. La Iglesia lo hace por todos los difuntos en la
asamblea cristiana y católica, aun callando sus nombres, con una conmemoración
general, de tal modo que, cuando los padres, los hijos, los parientes o amigos
descuidan este deber, la única piadosa madre común los tiene presentes
supliendo a todos. Pero, si faltan estos sufragios, que se hacen con fe recta y
verdadera piedad por los difuntos, creo que no sería de ningún provecho para
sus almas que los cuerpos sin vida estén enterrados en los lugares santos.
Estemos bien convencidos de
que llegan a los difuntos por quienes ejercitamos la piedad las súplicas
solemnes hechas por ellos en los sacrificios ofrecidos en el altar, las
oraciones y las limosnas, aunque no aprovechen a todos por quienes se hacen,
sino tan sólo a los que en vida hicieron méritos para aprovecharlos. Pero,
porque nosotros no podemos discernir quiénes son, es conveniente hacerlos por
todos los bautizados para que no sea olvidado ninguno de aquellos a los que
puedan y deban llegar esos beneficios. En efecto, es mejor que sobren tales
bienes a quienes ni pueden perjudicar ni aprovechar, antes que falten a quienes
pueden necesitarlos. No obstante, cada cual pone tanto más celo en hacer todo
eso por los suyos cuanto mayor es su esperanza de que los suyos hagan otro
tanto por él. Los cuidados empleados en el sepelio del cuerpo no son un
salvoconducto de salvación, sino un deber de humanidad según el sentimiento
natural por el que nadie odia su propia carne. Por tanto es conveniente
rendir todo el cuidado y piedad que se pueda en favor del cuerpo de nuestro
prójimo, cuando haya salido de esta vida aquel que así lo hacía. Y si hacen
todo esto hasta los que no creen en la resurrección de la carne, ¿cuánto más deben
hacerlo los que creen que ese servicio aplicado a un cuerpo sin vida, pero que
ha de resucitar y vivir eternamente, es en cierto modo un testimonio de la
misma fe?