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«¡Oh, si pudiéramos ver nosotros lo que se realiza sobre
el altar!... Nuestros ojos no podrían, de ninguna manera, soportar el esplendor
de tan formidables misterios. ¡Y yo, cada día, tengo la inefable gracia de
ofrecer la Víctima divina!» (Mártir del confesonario y apóstol del
ecumenismo, Capuchinos, Sangüesa 1976, 75).
***
«Cuando celebro la santa Misa, mi pensamiento llega a
todos aquellos que por cualquier motivo se han encomendado a mis oraciones.
Entonces mi corazón se dilata, en la total certeza de que todo cuanto yo puedo
pedir en la santa Misa es nada en comparación de lo que yo ofrezco a Dios»
(80).
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«Debemos tener presente en la mente y en el corazón,
cuanto nos sea posible, la divina Víctima, que se ofrece por nosotros a cada
hora del día y de la noche... ¡El que se ofrece es el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo!... ¡Si faltase en el mundo, aunque fuera por un
instante, la celebración de la santa Misa, caería el mundo en la más espantosa
de las catástrofes!... Unámonos cada más más profundamente a este Oferente
divino, e intentemos todos cuanto podamos, yo celebrando y Ud. asistiendo a la
Misa, tener una generosidad de amor tan grande que sepamos abrazar en el
Corazón de Cristo todo el mundo de las almas. La caridad divina de Cristo, la
que se da en el santo Sacrificio, supera de modo infinito todos los pecados y
crímenes de los humanos, y satisface plenamente a la Majestad divina, ofendida
por tantos pecados» (86-87).
«Tenga presente que en cada uno de los momentos en que
vivimos, y en todas y en las diversas partes del mundo, se inmola Jesucristo en
la santa Misa. Debe Ud., pues, unirse en espíritu a las Misas que se están
diciendo en cada momento, a fin de obtener las gracias especiales reservadas a
tan excelso sacrificio» (87).
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«Ahora que se encuentra mejorado de su enfermedad,
vuelva a la práctica, ya habitual en Vd., de acercarse a la sagrada comunión, a
ser posible todos los días. Bien experimentada tiene Vd. la importancia de esta
práctica... Basta que pensemos en lo que dijo Nuestro Señor cuando nos prometió
tan inefable sacramento: “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera
bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. Por
tanto, siempre que comulgamos, nos unimos de la forma más íntima que en lo
humano es posible con Nuestro Señor. Más y mejor de lo que Nuestro Señor dijo,
nada se puede ni decir ni pensar. Este pensamiento de la unión vital de Cristo
con nosotros debe dominarnos de una manera total, cuando tenemos la dicha de
acercarnos a la santa comunión».
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