COMENTARIO AL EVANGELIO DEL DÍA
SÁBADO
DE LA III SEMANA DE CUARESMA
Forma Extraordinaria del
Rito Romano
El pasaje evangélico narra el episodio
de la mujer adúltera en dos escenas sugestivas: en la primera, asistimos a una
disputa entre Jesús, los escribas y fariseos acerca de una mujer sorprendida en
flagrante adulterio y, según la prescripción contenida en el libro del Levítico
(cf. Lv 20, 10), condenada a la lapidación. En la segunda escena se desarrolla
un breve y conmovedor diálogo entre Jesús y la pecadora. Los despiadados
acusadores de la mujer, citando la ley de Moisés, provocan a Jesús —lo llaman
"maestro" (Didáskale)—, preguntándole si está bien lapidarla. Conocen
su misericordia y su amor a los pecadores, y sienten curiosidad por ver cómo
resolverá este caso que, según la ley mosaica, no dejaba lugar a dudas.
Pero Jesús se pone inmediatamente de
parte de la mujer; en primer lugar, escribiendo en la tierra palabras
misteriosas, que el evangelista no revela, pero queda impresionado por ellas; y
después, pronunciando la frase que se ha hecho famosa: "Aquel de vosotros que esté sin pecado
(usa el término anamártetos, que en el Nuevo Testamento solamente aparece
aquí), que le arroje la primera piedra" (Jn 8, 7) y comience la
lapidación. San Agustín, comentando el evangelio de san Juan, observa que
"el Señor, en su respuesta, respeta la Ley y no renuncia a su
mansedumbre". Y añade que con sus palabras obliga a los acusadores a
entrar en su interior y, mirándose a sí mismos, a descubrir que también ellos
son pecadores. Por lo cual, "golpeados por estas palabras como por una
flecha gruesa como una viga, se fueron uno tras otro" (In Io. Ev. tract.
33, 5).
Así pues, uno tras otro, los
acusadores que habían querido provocar a Jesús se van, "comenzando por los
más viejos". Cuando todos se marcharon, el divino Maestro se quedó solo
con la mujer. El comentario de san Agustín es conciso y eficaz: "relicti sunt duo: misera et misericordia", "quedaron
sólo ellos dos: la miserable y la misericordia" (ib.).
Queridos hermanos y hermanas,
detengámonos a contemplar esta escena, donde se encuentran frente a frente la
miseria del hombre y la misericordia divina, una mujer acusada de un gran
pecado y Aquel que, aun sin tener pecado, cargó con nuestros pecados, con los
pecados del mundo entero. Él, que se había puesto a escribir en la tierra, alza
ahora los ojos y encuentra los de la mujer. No pide explicaciones. No es
irónico cuando le pregunta: "Mujer,
¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?" (Jn 8, 10). Y su respuesta es
conmovedora: "Tampoco yo te
condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8, 11). San Agustín, en su
comentario, observa: "El Señor
condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado,
habría dicho: "Tampoco yo te
condeno; vete y vive como quieras... Por grandes que sean tus pecados, yo te
libraré de todo castigo y de todo sufrimiento". Pero no dijo eso" (In
Io. Ev. tract. 33, 6). Dice: "Vete
y no peques más".
Queridos amigos, la palabra de Dios
que hemos escuchado nos ofrece indicaciones concretas para nuestra vida. Jesús
no entabla con sus interlocutores una discusión teórica sobre el pasaje de la
ley de Moisés: no le interesa ganar una
disputa académica a propósito de una interpretación de la ley mosaica; su
objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación sólo se encuentra en el
amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto morirá en la cruz y el Padre
lo resucitará al tercer día. Jesús vino para decirnos que quiere que todos
vayamos al paraíso, y que el infierno, del que se habla poco en nuestro tiempo,
existe y es eterno para los que cierran el corazón a su amor.
Por tanto, también en este episodio
comprendemos que nuestro verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede
llevarnos al fracaso de nuestra existencia. Jesús despide a la mujer adúltera
con esta consigna: "Vete, y en
adelante no peques más". Le concede el perdón, para que "en
adelante" no peque más. En un episodio análogo, el de la pecadora
arrepentida, que encontramos en el evangelio de san Lucas (cf. Lc 7, 36-50),
acoge y dice "vete en paz" a una mujer que se había arrepentido.
Aquí, en cambio, la adúltera recibe simplemente el perdón de modo
incondicional. En ambos casos —el de la pecadora arrepentida y el de la
adúltera— el mensaje es único. En un caso se subraya que no hay perdón sin
arrepentimiento, sin deseo del perdón, sin apertura de corazón al perdón. Aquí
se pone de relieve que sólo el perdón divino y su amor recibido con corazón
abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al mal y "no pecar
más", para dejarnos conquistar por el amor de Dios, que se convierte en
nuestra fuerza. De este modo, la actitud de Jesús se transforma en un modelo a
seguir por toda comunidad, llamada a hacer del amor y del perdón el corazón
palpitante de su vida.
Benedicto XVI, 25 de marzo de 2007