COMENTARIO AL EVANGELIO DEL DÍA
MIERCOLES
DE LA III SEMANA DE CUARESMA
Forma Extraordinaria del
Rito Romano
Más allá de la cuestión inmediata
relativa a los alimentos, podemos ver en la reacción de los fariseos una
tentación permanente del hombre: la de identificar el origen del mal en una
causa exterior. Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien,
este presupuesto: dado que la injusticia viene “de fuera”, para que reine la
justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta
en práctica. Esta manera de pensar ―advierte Jesús― es ingenua y miope. La
injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su
origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa
convivencia con el mal. Lo reconoce amargamente el salmista: “Mira, en la culpa
nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 51,7).
Sí, el hombre es frágil a causa de un
impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el
prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de
sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a
imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia
de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás,
aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la
lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica
del recibir, del esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del
aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como
resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre
librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor? [...] para entrar en la justicia es
necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de
cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es
necesario un “éxodo” más profundo que el que Dios obró con Moisés, una
liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el
poder de realizar. ¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre? [...] [Cristo es la justicia de Dios,
puesto que] todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son
justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en
Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su
propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (cf. Rm 3,21-25).
¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo?
Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que
repara, se cura a sí mismo y a los demás.
BENEDICTO XVI , CUAREMA 2010