¿Qué podremos dar nosotros a cambio que sea digno del amor manifestado en una benevolencia tan grande? El único Dios unigénito, cuyo nacimiento de Dios es inefable, crece en forma de cuerpecillo humano introducido en el seno de la santa Virgen. El que todo lo contiene y dentro del cual y por medio del cual todo existe, es dado a luz según la ley común de todo parto humano. Y se escucha en el llanto de un niño a aquel a cuya voz tiemblan los ángeles y los arcángeles y son destruidos el cielo, la tierra y todos los elementos de este mundo. El que es invisible e incomprensible, que no puede ser abarcado por los sentidos, por la vista, por el tacto, está envuelto en pañales en una cuna. Y si alguien estima que esto es indigno de Dios, se deberá reconocer deudor de un beneficio tanto más grande cuanto menos se acomodan estas cosas a la majestad divina. No tuvo necesidad de hacerse hombre aquel por medio del cual el hombre fue hecho, pero nosotros teníamos necesidad de que Dios se hiciera carne y habitara en nosotros, es decir, que por la asunción de un solo cuerpo habitase en toda carne. Su humillación es nuestra nobleza, su afrenta es nuestro honor. Porque él, que es Dios, existe en la carne, nosotros por nuestra parte seremos renovados hasta llegar a Dios a partir de nuestra carne. (De Trinitate II, 25).