¡Oh santísima María, concebida sin mancha original, Virgen y Madre del Hijo de Dios vivo, Reina y Emperatriz de cielos y tierra!, ya que sois Madre de piedad y misericordia, dignaos volver esos vuestros tiernos y compasivos ojos hacia este infeliz desterrado en este valle de lágrimas, angustias y miserias, que, aunque desgraciado, tiene la dichosa suerte de ser devoto vuestro. ¡Oh Madre mía, cuánto os amo, cuánto os aprecio! ¡Oh, cuánta es la confianza que en Vos tengo de que me daréis la perseverancia en vuestro santo servicio y la gracia final! Al propio tiempo, Madre mía, os suplico y pido la destrucción de tantas herejías que están devorando el rebaño de vuestro santísimo Hijo; acordaos, piadosísima Virgen, que Vos tenéis poder para acabar con todas ellas; hacedlo por caridad, por aquel grande amor que profesáis a Jesucristo, Hijo vuestro; mirad que estas almas redimidas por el precio infinito de la sangre de Jesús vuelven otra vez en poder del demonio, con desprecio de vuestro Hijo y de Vos. ¡Ea, pues, Madre mía!, ¿qué falta? ¿Queréis, acaso, un instrumento, del que valiéndose pongáis remedio a tan grande mal? Aquí tenéis uno y, al mismo tiempo que se conoce el más vil y despreciable, se considera el más útil a este fin, para que así resplandezca más vuestro poder y se vea visiblemente que sois Vos la que obráis y no yo. ¡Ea, amorosa Madre!, aquí me tenéis; disponed de mí; bien sabéis que soy todo vuestro. Confío que así lo haréis por vuestra grande bondad, piedad y misericordia, y os lo ruego por el amor que tenéis al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Amén.