lunes, 31 de marzo de 2025

1. DEL FRUTO DE LA ORACIÓN Y MEDITACIÓN. SAN PEDRO DE ALCÁNTARA

1

DEL FRUTO QUE SE SACA

DE LA ORACIÓN Y MEDITACIÓN

 

MEDITACIONES

SOBRE LAS VERDADES ETERNAS

Y LA PASIÓN DEL SEÑOR

PARA PEDIR EL AMOR DE DIOS 

San Pedro de Alcántara

 

ORACIÓN PARA COMENZAR

TODOS LOS DÍAS:

 

Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

 

Poniéndonos en la presencia de Dios, adoremos su majestad infinita, y digamos con humildad:

  

 “Omnipotente Dios y Señor y Padre mío amorosísimo, yo creo que por razón de tu inmensidad estás aquí presente en todo lugar, que estás aquí, dentro de mí, en medio de mi corazón, viendo los más ocultos pensamientos y afectos de mi alma, sin poder esconderme de tus divinos ojos.

    Te adoro con la más profunda humildad y reverencia, desde el abismo de mi miseria y de mi nada, y os pido perdón de todos mis pecados que detesto con toda mi alma, y os pido gracias para hacer con provecho esta meditación que ofrezco a vuestra mayor gloria… ¡Oh Padre eterno! Por Jesús, por María, por José y todos los santos enseñadme a orar para conocerme y conoceros, para amaros siempre y haceros siempre amar. Amén.”

 

Se meditan los puntos dispuestos para cada día.

 

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DEL FRUTO QUE SE SACA

DE LA ORACIÓN Y MEDITACIÓN

Del tratado de la oración y meditación

 de san Pedro de Alcántara

 

Porque este tratado breve habla de oración y meditación, será bien decir en pocas palabras el fruto que de este santo ejercicio se puede sacar, porque con más alegre corazón se ofrezcan los hombres a él.

Notoria cosa es que uno de los mayores impedimentos que el hombre tiene para alcanzar su última felicidad y bienaventuranza, es la mala inclinación de su corazón, y la dificultad y pesadumbre que tiene para bien obrar; porque a no estar ésta de por medio, facilísima cosa le sería correr por el camino de las virtudes y alcanzar el fin para que fue criado. Por lo cual dijo el Apóstol (Rom. 7,23): Huélgome con la ley de Dios, según el hombre interior; pero siento otra ley e inclinación en mis miembros, que contradice a la ley de mi espíritu. Y me lleva tras sí cautivo a la ley del pecado. Ésta es, pues, la causa más universal que hay de todo nuestro mal. Pues para quitar esta pesadumbre y dificultad y facilitar este negocio, una de las cosas que más aprovechan es la devoción. Porque, como dice Santo Tomás, no es otra cosa devoción sino una prontitud y ligereza para bien obrar, la cual despide de nuestra ánima toda esa dificultad y pesadumbre y nos hace prontos y ligeros para todo bien. Porque es una refección espiritual, un refresco y rocío del cielo, un soplo y aliento del Espíritu Santo y un afecto sobrenatural; el cual, de tal manera regla, esfuerza y transforma el corazón del hombre, que le pone nuevo gusto y aliento para las cosas espirituales, y nuevo disgusto y aborrecimiento de las sensuales. Lo cual nos muestra la experiencia de cada día, porque al tiempo que una persona espiritual sale de alguna profunda y devota oración, allí se le renuevan todos los buenos propósitos; allí son los favores y determinaciones de bien obrar; allí el deseo de agradar y amar a un Señor tan bueno y dulce como allí se le ha mostrado, y de padecer nuevos trabajos y asperezas, y aun derramar sangre por Él; y, finalmente, reverdece y se renueva toda la frescura de nuestra alma.

Y si me preguntas por qué medios se alcanza ese poderoso y tan notable afecto de devoción, a esto responde el mismo santo doctor diciendo: que por la meditación y contemplación de las cosas divinas; porque de la profunda meditación y consideración de ellas redunda este afecto y sentimiento acá en la voluntad, que llamamos devoción, el cual nos incita y mueve a todo bien. Y por eso es tan alabado y encomendado este santo y religioso ejercicio de todos los santos; porque es medio para alcanzar la devoción, la cual, aunque no es más que una sola virtud, nos habilita y mueve a todas las otras virtudes, y es como un estímulo general para todas ellas.

Y si quieres ver como la devoción, nos incita y mueve a todo bien, mira cuán abiertamente lo dice San Buenaventura, en De vita Christi, por estas palabras:

“Si quieres sufrir con paciencia las adversidades y miserias de esta vida, seas hombre de oración. Si quieres alcanzar virtud y fortaleza para vencer las tentaciones del enemigo, seas hombre de oración. Si quieres mortificar tu propia voluntad con todas sus aficiones y apetitos, seas hombre de oración. Si quieres conocer las astucias de Satanás, y defenderte de sus engaños, seas hombres de oración. Si quieres vivir alegremente y caminar con suavidad por el camino de la penitencia y del trabajo, seas hombre de oración. Si quieres ojear de tu ánima las moscas importunas de los vanos pensamientos y cuidados, seas hombre de oración. Si la quieres sustentar con la grosura de la devoción y traerla siempre llena de buenos pensamientos y deseos, seas hombre de oración. Si quieres fortalecer y confirmar tu corazón en el camino de Dios, seas hombre de oración. Finalmente, si quieres desarraigar de tu ánima todos los vicios y plantar en su lugar las virtudes, seas hombre de oración; porque en ella se recibe la unción y gracia del Espíritu Santo, la cual enseña todas las cosas. Y demás de esto, si quieres subir a la alteza de la contemplación y gozar de los dulces abrazos del Esposo, ejercítate en la oración, porque éste es el camino por donde sube el ánima a la contemplación y gusto de las cosas celestiales.  ¿Ves, pues, de cuánta virtud y poder sea la oración? Y para prueba de todo lo dicho, dejado aparte el testimonio de las Escrituras Divinas, esto basta ahora por suficiente probanza que habemos oído y visto, y vemos cada día muchas personas simples, las cuales han alcanzado todas estas cosas susodichas y otras mayores mediante el ejercicio de la oración.”

Hasta aquí son palabras de San Buenaventura. Pues ¿qué tesoro, qué tienda se puede hallar más rica, ni más llena que ésta? Oye también lo que dice a este propósito otro muy religioso y santo Doctor, hablando de esta misma virtud: En la oración, dice él, se alimpia el ánima de los pecados, apaciéntase la caridad, certifícase la fe, fortalécese la esperanza, alégrase el espíritu, derrítense las entrañas, purifícase el corazón, descúbrese la verdad, véncese la tentación, huye la tristeza, renuévanse los sentidos, repárase la virtud enflaquecida, despídese la tibieza, consúmese el orín de los vicios, y en ella no faltan centellas vivas de deseos del cielo, entre los cuales arde la llama del divino amor. ¡Grandes son las excelencias de la oración! ¡Grandes son sus privilegios! A ella están abiertos los Cielos. A ella se descubren los secretos, y a ella están siempre atentos los oídos de Dios. Esto basta ahora para que en alguna manera se vea el fruto de este santo ejercicio.

 

ORACIÓN PARA FINALIZAR

TODOS LOS DÍAS:

 

PETICIÓN ESPECIAL DEL AMOR DE DIOS. San Pedro de Alcántara

1 DE ABRIL. SAN HUGO, OBISPO Y CONFESOR (1053-1132)

 


01 DE ABRIL

SAN HUGO

OBISPO Y CONFESOR (1053-1132)

ADA más a propósito para preludiar la biografía de San Hugo —sol fulgens in templo Dei: sol radiante en la casa de Dios— que estas bellas palabras del Libro I de los Macabeos: «Ha conservado a su nación en la justicia y en la fe y ha diligenciado el decoro y la gloria de su pueblo».

Historiemos, lector, su vida.

Nace en Castronuevo —cerca de Valencia del Delfinado— el año 1053. Su padre se llama Odilón y es un alto jefe del ejército, valiente y fiel, a fuer de buen cristiano. El hogar es para el niño Hugo la primera escuela de santidad. Y tiene tan felices disposiciones para esta ciencia divina, que hace en ella sorprendentes progresos y la pasea en triunfo por las principales Universidades de Europa. Indudablemente es su primera asignatura, su fuerte, si vale la expresión...

Aunque de familia distinguida y muy apuesto galán, Hugo es naturalmente tímido, retraído, y tal su modestia, que por algún tiempo consigue ocultar sus talentos extraordinarios; si bien, esta humildad sólo sirve para demostrar con más ventaja su valía. Y no tarda en sufrir un revés al ser elegido Canónigo de Valencia, cargo que acepta no por fines lucrativos, sino porque le brinda excelente ocasión de vivir cerca del altar, centro de sus mayores consuelos.

Poco tiempo admira el Cabildo esta vida santa, que es oración, sacrificio, penitencia y misericordia; luz para los infieles y reforma para los cristianos. Hugo, obispo de Die, últimamente Cardenal Legado, lo hace su mano derecha en la lucha contra la simonía, y poco más tarde —en 1080— un Sínodo reunido en Aviñón le pone al frente de la diócesis de Grenoble. El Canónigo insta, suplica, llora, pretexta falta de virtud, de talento y de fuerzas: se resiste a echar sobre sí el yugo del episcopado: Pero el papa Gregorio VII confirma el nombramiento, y él mismo lo consagra de su mano, no sin acallar antes los escrúpulos del Santo y asegurarle que las sugestiones del espíritu malo las permite Dios para acrisolar las almas de los que. ama con amor de predilección.

La obediencia había triunfado sobre la humildad, mas ésta seguía protestando: «Mucho me temo —dice al Pontífice antes de partir de Roma— que el Señor permita estas penas interiores para castigar mi presunción al aceptar. el episcopado de Grenoble».

Ya está Hugo al frente de su diócesis. El cuadro que tiene ante sus ojos no puede ser más descorazonador, ni más ardua la tarea, ni el camino más lleno de espinas. «La simonía y la usura —afirma Butler— señoreaban los corazones y reinaban sin oposición, bajo piadosos disfraces; muchas tierras del patrimonio eclesiástico habían sido usurpadas por los legos, y el Obispo se hallaba sin rentas para aliviar a los pobres y subvenir a sus propias necesidades». Nadie más experimentado, más maduro en la vida, más justo para gobernar y con ojos más limpios para ver y comprender este estado de cosas que Hugo, el hombre de vida inmaculada.

Aunque apenado ante tanta miseria moral, se impone desde luego la reforma de costumbres con ánimo varonil. Ante todo, cifra su confianza en Dios: ayuna, ora y gime ante el divino acatamiento. Después, en incesantes correrías apostólicas, cruza la diócesis en todas direcciones, predicando el arrepentimiento y el perdón; pasa las jornadas instruyendo al pueblo ignorante y grosero o rectificando las conciencias de la clase elevada, y pone sumo empeño en aumentar el número de centros de enseñanza religiosa y en fomentar —y hasta costear— las vocaciones sacerdotales, que han de ser la levadura para la reforma del clero.

Cuál es el cura, tal es el pueblo, dice el refrán. Por eso los trabajos y fatigas del celoso Pastor no fueron estériles: le bastaron dos años para conseguir que la gran diócesis de Grenoble rebosara de piedad; para llevar a feliz término una transformación total; para ablandar los corazones más endurecidos, santificar los pueblos, desvanecer las intrigas y quebrantar las conjuras del mal.

Pero, he aquí que, un día, Hugo declina el gobierno de su sede y va a sepultarse en el monasterio de Domus Dei. Allí —siempre humilde— se ciñe durante un año a la vida monástica, como monje ignoto. ¡Él, que es espejo de Prelados, suma de virtudes, cifra de santidad!

Con humildad suma, le recuerda San Bruno los deberes que reclaman su presencia en Grenoble: «Id a las ovejas que el Señor os ha encomendado —le dice—, porque han menester de vuestros servicios; pagadles lo que les debéis». El santo Obispo se resiste a abandonar la Cartuja.

Interviene el Papa, y de nuevo la obediencia le obliga a empuñar el báculo pastoral en medio de las aclamaciones de su pueblo. Sin embargo, ya no podrá pasarse sin visitar a menudo la Abadía donde gustara las delicias de la contemplación tranquila y deleitable.

El sol que fue luz de las almas declina visiblemente hacia su ocaso con la esperanza de un triunfo total...

Los últimos años de su preciosa vida padeció una penosísima enfermedad y las más indecibles penas morales. Murió santamente en Grenoble, el día primero de abril de 1132. Más de cinco días permanecieron insepultos sus preciosos restos, para dar pábulo a la devoción popular. Luego fue enterrado en la iglesia de Santa María de Grenoble como santa semilla de milagros.