Segunda Estación:
Jesús con la cruz a cuestas
Pilato
hizo conducir fuera a Jesús. Después se sentó en una tribuna, en el
lugar que llaman El Enlosado. Era la víspera de la Pascua, hacia
mediodía. Pilato dijo a la turba: "¡Aquí tenéis a vuestro Rey!". Pero
ellos gritaron: "¡Fuera, fuera, crucifícalo!" Entonces los guardas
tomaron a Jesús y lo llevaron fuera de la ciudad forzándolo a llevar la
cruz sobre los hombros (Jn 19, 13-17).
Celina
¿no te parece que ya no nos queda nada en la tierra? Jesús quiere
hacernos beber su cáliz hasta las heces dejando a nuestro padre querido
allá abajo. No le neguemos nada. ¡Tiene tanta necesidad de amor y está
tan sediento, que espera de nosotras esa gota de agua que pueda
refrescarlo...! Demos sin medida, que un día él dirá: "Ahora me toca a
mí" (Cta. 19-20-5-1890, a Celina).
Tercera estación:
Jesús cae por primera vez
Dijo
él: "ciertamente, ellos son mí pueblo, hijos que no engañarán. Y fue él
su Salvador en todas sus angustias. No fue un mensajero ni un ángel: él
mismo en persona los liberó. Por su amor y compasión él los rescató:
los levantó y los llevó todos los días desde siempre" (Is 63, 8-9).
¡Suframos
con amargura, sin ánimos! Jesús sufrió con tristeza. Sin tristeza,
¿cómo iba a sufrir el alma?¡ Y nosotras quisiéramos sufrir
generosamente, grandiosamente...! Celina... ¡quisiéramos no caer
nunca...! ¡Qué importa, Jesús mío, que yo caiga a cada instante! En ello
veo mi debilidad, y eso constituye para mí una gran ganancia... Tú ves
ahí lo que yo soy capaz de hace, y por eso te vas a sentir más inclinado
a llevarme en tus brazos... Si no lo haces, señal de que te gusta verme
por el suelo..., y entonces no tengo por qué inquietarme sino que
tenderé siempre mis brazos suplicantes y llenos de amor hacia ti (Cta.
26-4-1889, a Celina).
Cuarta estación:
Jesús encuentra a su madre
¿A
quién te compararé y asemejaré, ciudad de Jerusalén? ¿Quién te podrá
salvar y consolar, doncella, capital de Sión? Grande como el mar es tu
quebranto ¿quién te podrá curar? (Lam 2, 13).
Un profeta lo dijo,
¡Oh Madre desolada!:
"no hay dolor semejante a tu dolor"
¡Oh, reina de los mártires,
quedando en el destierro,
prodigas por nosotros,
toda la sangre de tu corazón! (P 54, 23).
Quinta estación:
El Cireneo carga con la cruz de Jesús
Por
el camino, encontraron a un cierto Simón, natural de Cirene, que volvía
del campo. Le cargaron sobre las espaldas la cruz, y le obligaron a
llevarla detrás de Jesús (Lc 23, 26).
¡Es
tan hermoso ayudar a Jesús con nuestros pequeños sacrificios, ayudarle a
salvar las almas que él rescató al precio de su sangre y que sólo
esperan nuestra ayuda para no caer en el abismo...!
Me
parece que si nuestros sacrificios son cabellos que hechizan a Jesús,
nuestras alegrías lo son también. Para ello, basta con no encerrarse en
una felicidad egoísta, sin ofrecer a nuestro Esposo las pequeñas
alegrías que él siembra en el camino de la vida para cautivar nuestras
almas y elevarlas hasta sí... (Cta. 12.7.1896, a Leonia).
Sexta estación:
La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Despreciado, marginado, hombre doliente y enfermizo, como de taparse el rostro para no verle. Despreciable, un don nadie.
¡Y
con todo, eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores
los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y
humillado.
El ha sido herido por
nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo
que nos trae la paz. Sus heridas nos han curado (Is 53, 3-5).
Fuiste
tú, madre querida, quien me enseñó a conocer los tesoros escondidos en
la Santa Faz. Lo mismo que, hacía años, nos habías precedido a las demás
en el Carmelo, así también fuiste tú la primera en penetrar los
misterios de amor ocultos en el rostro de nuestro esposo. Entonces tú me
llamaste y comprendí...
Comprendí en
qué consistía la verdadera gloria. Aquel cuyo reino no es de este mundo
me hizo ver que la verdadera sabiduría consiste en "querer ser ignorada
y tenida en nada", en "cifrar la propia alegría en el desprecio de sí
mismo"
Sí, yo quería que mi rostro,
como el de Jesús, estuviera verdaderamente escondido, y que nadie en la
tierra me reconociese. Tenía sed de sufrir y de ser olvidada... (Ms A
71r).
Séptima estación:
Jesús cae por segunda vez
Siento
asco de mi vida, voy a dar curso libre a mis quejas, voy a hablar
henchido de amargura. Diré a Dios: No me condenes, explícame por qué me
atacas ¿ Te parece bien oprimirme, despreciar la obra de tus manos y
favorecer los planes del malvado? (Job 10, 1-3).
"Recuerda que, en la tierra, cuál un extraño huésped,
debiste andar errante, Tú el eterno Verbo;
tú no tenías nada..., ni siquiera una piedra,
ni un lugar de refugio, cuál pájaro del cielo...
¡Oh, Jesús, ven a mí, reposa tu cabeza,
que para recibirte el alma presta tengo!
Mi amado Salvador,
posa en mi corazón;
es para Ti... (P 24, 8)
Octava estación:
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
Eran
muchos los que seguían a Jesús. Una turba del pueblo y un grupo de
mujeres que si golpeaban el pecho y se lamentaban por él. Jesús, se
volvió hacia ellas y les dijo: "Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí,
llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos" (Lc 23, 27-28).
Aún
hoy sigo sin comprender por qué en Italia se excomulga tan fácilmente a
las mujeres. A cada paso nos decían: "¡No entréis aquí... No entréis
allá, que quedaréis excomulgadas...!" ¡Pobres mujeres! ¡Qué despreciadas
son...! Sin embargo ellas aman a Dios en un número mucho mayor que los
hombres, y durante la Pasión de Nuestro Señor las mujeres tuvieron más
valor que los apóstoles, pues desafiaron los insultos de los soldados y
se atrevieron a enjugarla Faz adorable de Jesús... Seguramente por eso
él permite que el desprecio sea su lote en la tierra, ya que lo escogió
también para sí mismo...
En el cielo
demostrará claramente que sus pensamientos no son los de los hombres,
pues entonces las últimas serán las primeras...
Más de una vez, durante el viaje, no tuve paciencia para esperar al cielo para ser la primera... (Ms A, 66v).
Novena estación:
Jesús cae por tercera vez
Se
alejan de mí horrorizados, escupen a mi paso, sin reparo. A mi diestra
se alza una chusma que hace vacilar mis pasos, se encamina hacia mí para
perderme (Job 30, 10. 12).
Sí,
querida de mí corazón, ¡Jesús está ahí con su cruz! Al privilegiarte con
su amor, quiere hacerte semejante a él ¿ Por qué te vas a asustar de no
poder llevar esa cruz sin desfallecer? Jesús, camino del calvario, cayó
hasta tres veces, y tú, pobre niñita, ¿no vas a parecerte a tu esposo,
no querrás caer 100 veces, si es necesario, para demostrarle tu amor
levantándote con más fuerzas que antes de la caída...? (Cta.
23-25.1.1889, a Celina).
Décima estación:
Jesús es despojado de sus vestiduras.
Los
soldados que habían crucificado a Jesús tomaron sus vestidos e hicieron
con ellos cuatro lotes, uno para cada uno. Después tomaron su túnica,
que estaba tejida de una sola pieza y dijeron: "no la dividamos, sino
echémosla a suertes, a ver a quien le toca" (Jn 19, 23-24).
"Venid todos a mí, pobres almas cargadas,
vuestras pesadas cargas pronto se harán ligeras,
y saciada la sed de vida para siempre,
de vuestro seno, de agua saltarán ricas venas".
Tengo sed, Jesús mío, esa agua te reclamo;
de divinos torrentes de esa Agua mi alma llena.
Para hacer mi mansión
en tal Mar de Amor vengo a Ti (P 24, 11).
Undécima estación:
Jesús es clavado en la cruz
Cuando
llegaron al lugar llamado "de la Calavera"; crucificaron primero a
Jesús y luego, con él, a dos ladrones, uno a su derecha y otro a su
izquierda. Jesús decía: "Perdónalos, Padre, porque no saben lo que
hacen" (Lc 23, 33-34).
Sin duda,
aquellos que amas ofenderán al Dios que les ha colmado de bendiciones;
sin embargo, ten confianza en la misericordia infinita del Buen Dios; es
lo bastante grande como para borrar los peores crímenes cuando
encuentra un corazón de madre que pone en ella toda su confianza.
Jesús
no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva
eternamente. Este niño, que sin esfuerzo acaba de curar a tu hijo de la
lepra lo curará un día de una lepra más grave... Entonces, no bastará un
simple baño, será preciso que Dimas sea lavado en la sangre del
redentor... Jesús morirá para dar la vida a Dimas y éste entrará, el
mismo día que el Hijo de Dios en su Reino celeste ("La huida a Egipto",
RP 6, 1 Or).
Duodécima estación
Jesús muere en la cruz
Junto
a la cruz estaban algunas mujeres: María, la madre de Jesús, su
hermana, María de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y
cerca de ella al discípulo al que amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí
tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y
desde aquella hora, el discípulo la acogió en la casa.
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: "Tengo sed"
Había
allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una
esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando tomó
Jesús el vinagre, dijo: "Todo está cumplido". E inclinando la cabeza,
entregó el espíritu (Jn 19, 25-30).
En
la tarde de esta vida compareceré delante de ti con las manos vacías,
pues no te pido, Señor, que lleves cuentas de mis obras [...].
Todas
nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso yo quiero
revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna
de Ti mismo. No quiero otro trono ni otra corona que Tú mismo, Amado
mío... (Ofrenda al Amor misericordioso, Or 6).
Decimotercera estación:
Jesús es bajado de la cruz
José
de Arimatea pidió permiso a Pilato para tomar el cuerpo de Jesús y
Pilato se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron su cuerpo (Jn 19, 38).
Quiero seguir viviendo largo tiempo en la tierra,
si ése es tu deseo, mi Señor.
Quiero seguirte al cielo,
si te complace a ti.
El fuego de la patria, que es el amor,
sin cesar me consume.
¿Qué me importa la vida?
¿Qué me importa la muerte?
¡Amarte, ése es mi gozo!
¡Mi única dicha amarte! (P 45, 7).
Decimocuarta estación:
Jesús es sepultado.
En
el lugar donde habían sepultado a Jesús, había un huerto y en el huerto
una tumba nueva donde ninguno había sido sepultado. Como era la víspera
de la fiesta de los judíos, pusieron allí el cuerpo de Jesús, porque la
tumba estaba cerca (Jn 18, 41-42).
Yo
sé que hay que estar muy puros para comparecer ante el Dios de toda
santidad, pero sé también que el Señor es infinitamente justo. Y esta
justicia, que asusta a tantas almas, es precisamente lo que constituye
el motivo de mi alegría y de mi confianza. Ser justo no es sólo ejercer
la severidad para castigar a los culpables, es también reconocer las
intenciones rectas y recompensar la virtud. Yo espero tanto de la
justicia de Dios como de su misericordia. Precisamente porque es justo,
"es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Pues
él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro. Como un padre
siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus
fieles...". [...]
Esto es, hermano
mío, lo que yo pienso acerca de la justicia de Dios. Mi camino es todo
él de confianza y de amor, y no comprendo a las almas que tienen miedo
de tan tierno amigo. A veces, cuando leo ciertos tratados espirituales
en los que la perfección se presenta rodeada de mil estorbos y mil
trabas y circundada de la multitud de ilusiones, mi pobre espíritu se
fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me quiebra la cabeza y me
diseca el corazón y tomo en mis manos la Sagrada Escritura. Entonces
todo me parece luminoso, una sola palabra abre a mi alma horizontes
infinitos, la perfección me parece fácil: veo que basta con reconocer la
propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios.
Dejando
para las grandes almas, para los grandes espíritus, los bellos libros
que no puedo comprender, y menos practicar, me alegro de ser pequeña,
puesto que sólo los niños y los que se les parecen, serán admitidos al
banquete celestial. Me gozo de que haya muchas moradas en el Reino de
Dios, porque si no hubiese más que esa cuya descripción y camino me
resultan incomprensibles, yo no podría estar allí (Cta. 9.5.1897, al P
Roulland).