Solemnidad De Cristo Rey, 30 de
octubre de 2016
Forma Extraordinaria del Rito
Romano
Iglesia del Salvador de Toledo
(ESPAÑA)
El
papa Pio XI instituyó en el último domingo de octubre la solemne fiesta en
honor a la realeza de Nuestro Señor Jesucristo para “propagar lo más posible el
conocimiento por parte de todos de la regia dignidad de nuestro Salvador”
sabiendo que las fiestas litúrgicas tienen mucha más eficacia “para instruir al
pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces
del espíritu”, que los tratados y los documentos.
Una
fiesta también que quiere ser un remedio para la peste de nuestra época: el
laicismo por la que la persona en particular pero también en sociedad -el
Estado- quieren organizarse al margen de Dios y de su misma ley.
“Juzgamos peste de nuestros tiempos –dice el
venerable Papa- al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; que
no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las
entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas
las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo
Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los
pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la
religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada
indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la
arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo
algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta
religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron
Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la
impiedad y en el desprecio de Dios.”
Las
consecuencias de este laicismo son calificadas por el Papa como “amarguísimos frutos”: (…) el germen de la discordia sembrado por
todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades; las codicias
desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien
público y del amor patrio; las discordias civiles, junto con un ciego y
desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo
todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la
relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las
familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.”
Adentrémonos,
pues, en el misterio de esta fiesta y escuchemos al Divino Redentor afirmar su
condición de Rey ante Pilato que le preguntó: «Entonces, ¿tú eres rey?». Jesús
le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he
venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad
escucha mi voz».
Hagamos
un ejercicio de imaginación y representemos la escena totalmente paradójica.
Cristo, el Señor del Universo, afirma que es rey en una situación humillante y
totalmente desconcertante. El Sanedrín lo juzga reo de muerte por decirse “Hijo
de Dios”. Llevado ante Pilato -procurador romano de Judea- para que ejecutase
la sentencia, lo acusan de malhechor y revolucionario. Apresado, abofeteado,
maltratado, en una situación humillante para cualquier hombre, Jesús proclama: “Tú
lo dices: Soy Rey”, pero “mi reino no es de este mundo” ni mi realeza es al
estilo de los poderosos de la tierra. La realeza de Jesús se manifiesta y
entiende a la luz de su pasión y muerte, de su humillación y su obediencia al
Padre. ¡Qué bien expresado en el cántico de los Apóstol Pablo en la carta a los
Filipenses (2,6-11)
Cristo, siendo de condición
divina,
no hizo alarde de su categoría
de Dios;
al contrario, se despojó de su
rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre
cualquiera,
se rebajó hasta someterse
incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre
todo
y le concedió el
«Nombre-sobre-todo-nombre»;
de modo que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en
el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para
gloria de Dios Padre.
Queridos
hermanos:
Hoy
como Pilato, son muchos que fríos e insensibles preguntan a Jesucristo:
«Entonces, ¿tú eres rey?». Hoy, como aquellos judíos de la turba, ante el Ecce
homo rechazan a Cristo como rey y
afirman “no tenemos más rey que el Cesar”. Son muchos también los que como
aquellos demonios que atormentaban a las almas, dicen: ¡Que tienes que ver con
nosotros, Jesús Nazareno.” Muchos son
también los que se proponen –y lo están consiguiendo cada vez de forma más
eficaz- hacer desaparecer de la historia, de la conciencia general, del
conocimiento de los niños y de los jóvenes, de la vida de la sociedad y de los
Estados el conocimiento de Cristo, pues lo acusan: “este alborota a nuestro
pueblo” y “lo solivianta, enseñando por toda Judea, desde Galilea, donde
comenzó, hasta aquí.” ¡Hasta aquí, hasta nuestros tiempos y nuestro hoy!
Ojalá
no estemos nosotros en medio de éstos, sino que amando y obedeciendo a este Rey
nuestro, cuyo yugo es suave y carga ligera, ansiemos ser sus más fieles servidores
y deseemos que su reino venga a nosotros –como el mismo nos enseñó a pedir al
Padre de los cielos-.
Ojalá
nos encontremos entre aquellos que son de la verdad y escuchemos obedientes la
voz de Cristo que nos dice: Sí, soy rey, porque yo soy la Palabra que existe desde
el principio, y desde el principio estoy junto a Dios, porque yo que soy el
Verbo soy Dios. Soy rey, pues “todo me pertenece” porque “Yo y el Padre somos
uno”, y “todo lo que el Padre tiene me lo ha dado”, y todo fue creado por medio
de mí y sin mí nada fue creado.
Ojalá
nos encontremos entre aquellos que son de la verdad y escuchemos obedientes la
voz de Cristo que nos dice: Sí, soy rey, y he dado mi vida por ti en el
suplicio de la cruz para librarte de la esclavitud del pecado y de la muerte;
te he comprado al precio de mi sangre preciosa, te he rescatado de la fosa del
abismo, de las garras de la muerte. No tengas miedo, a ti, que eres mi siervo,
te llamo amigo, pues te amo y por ti entrego mi vida. Sólo te pido una cosa: “Ven
y sígueme”.
Ojalá
nos encontremos entre aquellos que son de la verdad y escuchemos obedientes la
voz de Cristo que nos dice: Sí, soy rey; pues he nacido del linaje de David. En
verdad, soy desciende e hijo de David porque mi Madre María Santísima y mi
padre legal José descienden de la familia real. Sí, soy rey, el Mesías prometido, el Rey de
Israel, y por ello, el mismo David me llama “Señor” suyo.
Ojalá
nos encontremos entre aquellos que son de la verdad y escuchemos obedientes la
voz de Cristo que es la misma Verdad y nos dice: Sí, soy rey; pues yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida, quien quiera hallar la vida y la felicidad que
venga a mí, quien quiera ser Bienaventurado por toda la eternidad que cumpla lo
que yo os digo, mi mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros como yo
os he amado…
Ojalá
nos encontremos entre aquellos que son de la verdad y escuchemos obedientes la
voz de Cristo que nos dice: Sí, soy rey; a mí me ha sido dado todo poder en el
cielo y en la tierra; y confiados en su palabra vayamos al mundo entero a
anunciar el Reino de Cristo para instaurar ya y ahora todos las cosas en él,
pues su dominio lo abarca todo.
Ojalá
escuchemos obedientes de la voz de Cristo que nos dice: Yo soy Rey, y he venido
a juzgar el mundo, y el juicio es este: El que me recibe a mi recibe al que me
ha enviado. El que no está conmigo, está contra mí.
Ojalá
escuchemos la voz de este Rey soberano y veamos su rostro en el hambriento y el
sediento, en el peregrino y el desnudo, en todo aquel que sufre y pasa necesidad para que cuando venga el
Hijo del hombre en su gloria y majestad acompañado de sus ángeles podamos oír
no aquella sentencia temible “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno”,
sino aquellas otras “Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado
para vosotros desde la creación del mundo.”
Acudamos
con confianza a la Santa Reina de los Cielos, a la Madre del Rey del Universo,
para que como ella acojamos a su Hijo, Rey nuestro, escuchemos su palabra, la
guardemos en nuestro corazón haciendo en todo y solo su voluntad como sus
humildes esclavos. A ella se lo pedimos. Que así sea. Amén.